miércoles, 31 de enero de 2007

DE HIDALGO A CHIVO


(Publicado en La Rioja del Lunes el 9 de marzo de 1992.)

Una descripción completa es aquella que tiene un comienzo y un final. La concreción de lo definido depende de la existencia de un remate. En la aproximación al entendimiento de la figura del arquitecto voy a pasar por alto aquí, en aras a la brevedad, todos los contenidos del entramado intermedio, pues es el hecho de vislumbrar el final de nuestra profesión lo que me anima a definirla: sólo lo que tiene un comienzo y un final, repito, es lo comprensible y lo opuesto a lo indefinido. Así que dentro del contexto general de las profesiones modernas, nuestra definición profesional la enmarco entre la figuras del hidalgo local y la del chivo expiatorio.
La idea de que su origen tiene que ver con la desaparición de la baja nobleza, la tomo directamente de la sociología. Cuando los parlamentos ilustrados decretan a comienzos del siglo XIX la abolición de hidalgos y señoríos, ese ente que ahora conocemos como “Pueblo” no está aún estructurado ni mediatizado y sigue necesitado de referencias individuales, esto es, de individuos que les den pautas de comportamiento, de intermediarios con la ciudad y lo público, o de mentes que expliquen a un nivel cotidiano el por qué de las cosas. Y las van a buscar, por tanto, no en seres que basan su dudoso prestigio en la sangre, en sus antepasados o en sus propiedades, sino en los individuos que acumulan conocimientos y se emplean en el uso de la razón. Tal es el espíritu nacido en la Ilustración.
Del señor de la baja nobleza el profesional liberal hereda el título (señor), una buena posición económica, el hecho de trabajar por honor (y de ahí que sus retribuciones, a partir de Carlos III, se denominen honorarios) y no por un sueldo (soldada), la función de practicar la virtud en público, y como decimos, la de servir de referencia (guía, consejo, modelo, responsabilidad) al pueblo llano. Como prueba de ello, basta echar una ojeada al inmenso arsenal de la novela del siglo XIX y primera mitad del XX.
Ahora bien, mientras los profesionales liberales desempeñan junto a su trabajo específico ese inesperado papel social, las máquinas, las máquinas del siglo XIX, empiezan a configurar un nuevo orden. Todavía llamamos PUEBLO y ESTADO a las dos poderosas instituciones surgidas en la primera edad de la máquina.
La rótula de la historia moderna, el punto en el que el pueblo empieza a desentenderse de ese profesional liberal (convertido en burgués) y se hace siervo y cómplice del Estado y del poder de las máquinas es, sin lugar a dudas, la Primera Guerra Mundial, o en nuestro caso, su tardía versión llamada Guerra Civil Española. A través de los lúcidos escritos de E. Jünger, y específicamente en su ensayo “El trabajador”, podemos ver cómo el lado humano del pueblo desaparece bajo la figura del soldado desconocido que se rinde ante el poder bélico de las máquinas y los inventos mortíferos, cambiando incluso su uniforme por el buzo. Pocos se dieron cuenta de ello, y mucho menos los profesionales liberales, que aún vivieron unos locos años veinte entre el bufete y el cabaret (una buena ilustración para esta situación pudiera ser el retrato del doctor Boucart pintado por Tamara de Lempicka, sarcástica mezcla de tubo de ensayo, microscopio, rostro seductor y gabardina de dandy). Entre nosotros, el arquitecto Luis Gutiérrez Soto podría ser el prototipo de profesional liberal y bon vivant de esa época. Cuando Jünger entra en Francia tras los tanques que arrasaron en cuestión de horas la “inexpugnable” línea Maginot, y ve la cara de sorpresa que ponen los franceses, comenta que sus vecinos, al parecer, no tienen ni idea de los cambios que en pocos años se han producido en la historia (Radiaciones, vol. I).
En 1926, Fritz Lang fabuló en Metrópolis, aquella extraordinaria película expresionista, el destino del profesional. Si alguien recuerda la película (y si no, ahora se pueden revisionar en las nuevas versiones coloreadas y musicadas con temas de Queen) quien paga el pato en el enfrentamiento entre los trabajadores y el poder no son ni el pueblo inculto y turbulento, ni sus cabecillas agitadores, ni el capataz intermediario de la empresa, ni mucho menos John Fredersen, el cruel empresario. El chivo expiatorio que paga con su vida el que todos vuelvan felices al trabajo o a la explotación, es el técnico, el inventor, el pobre Rotwang, al que la película le pinta con rasgos diabólicos cuando bien pudiera tener la misma cara de tonto que el Doctor Boucart mencionado.
Se ha de esperar una nueva gran guerra y un estadio más de ósmosis entre el Pueblo y el Estado, bien con la complicidad de aquél en las dictaduras o bien mediante los humillantes mecanismos electorales de la democracia de los partidos, para que tantos unos como otros empiecen a ensañarse contra los profesionales liberales, reduciéndolos a vulgares empleados. A nadie se le escapa que, en nuestro país, la llegada al poder de un partido político de origen proletario, ha sido, en este sentido, toda una ocasión histórica: la línea de los médicos ha caído de forma estrepitosa en la soldada, entre otras cosas porque, como se sabe, también la salud individual ha sido convertida en competencia estatal.
Mientras tanto, los medios de comunicación del Estado y del Pueblo (y sigo escribiendo Pueblo con mayúsculas para diferenciarlo de ese otro pueblo al que alude Agustín García Calvo en sus escritos, tras el que busca aún sentido común y presencia física), las máquinas de formación de masas, digo, fabrican con exquisita puntualidad artistas, cantantes, futbolistas, políticos y hasta intelectuales, es decir, seres de cartón piedra y productos de los propios medios, para que acaben para siempre con el papel de referencia social que los profesionales del saber práctico y del ejercicio de la razón aún pudieran tener.
Cabría esperar por tanto que un fulminante decreto aboliese para siempre la idea de que alguien pudiera ejercer un trabajo en la salud o en el bienestar, que alguien pudiera ejercer un trabajo con y por honor, sin tener que convertirse en empresario o en obrero. Pero eso, al parecer, no interesa, porque se les ha buscado a los profesionales liberales una última utilidad social: en una época de anonimato urbano y de completa irresponsabilidad personal (¿es que pueden ser el Pueblo, el Dinero o el Estado, entes impersonales por excelencia, responsables?, ¿no es la responsabilidad un asunto personal?) hay que tener siempre a mano un chivo expiatorio por si las cosas salen mal.
Sobre la diferencia entre la irresponsabilidad de un criminal y la responsabilidad de un profesional da cuenta perfectamente el tratamiento de las noticias de la prensa. Cuando la polícia detiene a un ladrón o a un asesino, los periódicos se muestran discretos dando la noticia con las iniciales del sujeto, y a nadie le extraña luego que un sociólogo del Estado o un intelectual del Pueblo salgan diciendo que el tal ladrón o criminal no lo es tanto porque hay que ver las condiciones en que ha vivido, que el responsable es la droga o la sociedad, etc., etc., y si llega el caso y la condena, hasta le hacen luego una entrevista en un programa de televisión de máxima audiencia. Ahora bien, cuando se le detiene, no, ni eso, cuando tan sólo se denuncia a un profesional liberal, su nombre y apellidos van en los titulares (para ellos ya no hay discreción alguna) y los jueces se frotan las manos: “este caso será de lo más facilito; ¡ah! y además tiene seguro...”
Las épocas de la historia se solapan y mientras el profesional liberal es ya un chivo tonto, aún quedan arquitectos que se creen su trabajo y padres ingenuos que sueñan con que su hijo logre titularse en una profesión de esas. Pero éste no es sino un caso más de la habitual coexistencia de especies: la tortuga antediluviana también convive con los modernos retrovirus.
Como novedad hay que decir que en el frente médico ya se ha empezado a practicar una nueva medicina llamada “defensiva” (para el propio médico, claro está): a fin de evitar las abundantes denuncias de los clientes, los médicos optan hoy en día por demorar más y más los diagnósticos hasta tanto no tengan docenas de análisis y radiografías del presunto enfermo, importando poco que entre el ir y venir de los análisis el paciente se les pueda morir. Los arquitectos, sin embargo, hemos optado por la burocracia: rellenando impresos que repitan las normativas por todos los rincones del proyecto o de los libros de órdenes de las obras, dejamos clara la justeza de nuestro proceder e intentamos ponernos a salvo, importándonos una higa el resultado final de la obra. Los visados, las fotocopias y los ordenadores se han convertido de este modo en nuestras herramientas favoritas de trabajo. Cuantos más controles pase un proyecto más vamos diluyendo nuestra responsabilidad.
En fin, hay quien piensa que si una gran guerra acabó con los hombres (los que quedamos somos poco más que espectros o marionetas), sólo un gran cataclismo podrá alumbrarlos de nuevo. Hay quien cree que sólo las grandes bombas, y no por supuesto la absurda sangría de los terroristas, podrán abrir huecos en esta espesa teleraña de leyes y burocracia tejida por sindicatos y gobiernos en la segunda mitad de este siglo; huecos por donde entre un poco el aire, o algo de esa libertad que hace responsables a los hombres, esto es, que los hace hombres. Esa libertad que estaba en la propia definición del profesional liberal. Esa responsabilidad que era referencia para el resto de la sociedad, y no siniestras agarraderas de la Justicia.
En mi caso, desde luego, antes que invocar a Marte, yo prefiero describir el problema. Sobre todo, por si alguien le encuentra otra solución.

martes, 30 de enero de 2007

EL SENTIDO DE LO PUBLICO


(Publicado en el diario La Rioja el 21 de julio de 1993.)

Los debates públicos que el Colegio de Arquitectos celebró los días 4 y 6 de mayo sobre urbanismo y obras urbanas en Logroño fueron toda una demostración de la completa incapacidad de los ciudadanos y de los políticos, sean éstos profesionales (concejales y asesores de concejales) o aficionados (vecinos y asociaciones de vecinos) para iluminar el urbanismo o las obras urbanas de Logroño desde el sentido de lo público. Todas y cada una de las intervenciones que allí se hicieron tuvieron siempre el sesgo de una perspectiva individual de los problemas, cuando no de su planteamiento más egoísta. Hasta tal punto –fíjense Vds– que Domingo Dorado se vió obligado a repetir cuatro o cinco veces que la política es la tarea de equilibrar la demandas individuales y siempre contrapuestas de los ciudadanos y grupos ciudadanos. Que nadie se llamase a escándalo con tales palabras significaba un acuerdo tan perfecto entre los asistentes que una descalificación de dichas reuniones como la que aquí se expone sólo puede realizarse desde fuera de las mismas.
La desvergüenza con la que los asistentes hacían intervenciones del tipo “a nosotros no se nos ha consultado” (con lo importantes que somos nosotros), o “a mí no me gusta eso”, o “yo estoy malita, necesito usar el coche y no puedo aparcarlo como quisiera, siempre en la puerta de mi casa”, o “hay que poner aseos por todas partes pensando en los que tienen problemas de próstata”, etc., etc., no eran sino el espejo de la política personalista, individualista y protagonista de Pilar Salarrullana, de manera que es de temer que esta mujer no sólo revalide en las siguientes elecciones su concejalía por muy hundido que esté el CDS, sino que incluso la engrose. Todas estas intervenciones no son sino fruto de esa funesta idea que los políticos democráticos tratan de extender sin cesar y con evidente éxito, de que lo público es la suma o yuxtaposición de lo individual, que lo público es la estadística y el resultado del recuento de los votos. Lo público, sigue diciendo esa idea, son las mayorías, el respeto a las minorías, las consultas a las asociaciones, los trapicheos (negociaciones les llaman) en los despachos del Ayuntamiento y finalmente la inauguración oficial, en la que el político, a los sones de la Banda Municipal, brilla con una luz que espera que alcance a las siguientes elecciones.
Pues bien, hay que decir con la mayor claridad y contundencia posible para contrarrestar la falsedad de esa idea, que lo público no es de ningún modo la suma de los intereses individuales de los individuos, pues de ese modo, el individuo es tratado como masa, como ganado, como número, y porque entonces lo público se reduce a sumar, a consultar a los “técnicos” que saben sumar, a atender sólo a los más vociferantes y pesados, o como dice Dorado con una ingenuidad prehegeliana, a buscar el equilibrio entre los egoísmos contrapuestos.
Lo público, por el contrario, es simple y llanamente la cualidad de los hombres que se opone a la individuación, la posibilidad por la cual los hombres son capaces de trascenderse sobre sí mismos abandonando su condición de borregos.
Pondré ejemplos urbanos, para que nos entendamos, dentro del tema de los debates que motivan estas líneas: público es dar el brazo a un ciego para cruzar una calle, y no gastarse los dineros en pajaritos electrónicos que pitan cuando el semáforo se pone verde; público es coger la silla de un minusválido y subirle a la acera y no andar descalabrando todas ellas con rampas inclinadas para que se rompan los tobillos quienes estaban sanos; público es llegar andando a un paso de cebra, ver que viene un coche sólo y ninguno detrás, y no hacerle parar con la arrogancia que te da la ordenanza, sino evitarle el frenazo, dejarle y pasar, y cruzar luego uno tan tranquilamente; público es reprender con energía al mozalbete gamberro que destroza una papelera y no andar pidiendo más y más policías; público es no dejar nunca el coche privado en la calle, porque de ese modo estamos ocupando egoístamente y con la mayor de las desvergüenzas la vía pública, que podría ser utilizada, por ejemplo, para que los chiquillos jugasen a las chapas y las niñas a la piedra; público es no correr nunca con el coche por el peligro que eso puede ocasionar a los demás; públicos y abiertos a todos los viejecitos con problemas de próstata son todos los wateres de todos los bares de la ciudad (¡y mira que hay bares!) y no gastarse millones de pesetas en feísimas casetuchas de mecanismos automáticos en medio de las plazas; público es andar en bici, mal que le pene al que se le pueda arrugar el traje; pública es la fiesta y público es saber cuándo no hay que cantar ni dar voces por la noche, y no las ordenanzas de cierres de bares ni las ordenanzas de ruidos y vibraciones, etc., etc., etc.
Lo público, contra lo que comúnmente se cree y se dice, no es lo que sale a la luz pública, lo que deslumbra, lo que se ve y de lo que mayormente se habla. Eso es la exacerbación de lo individual que pugna incesantemente por sobresalir sobre lo público. Lo público es lo discreto y lo sencillo, lo que apenas se ve y lo que no pide recompensa ni votos, porque la recompensa ya está en la misma trascendencia humana que el acceso a lo público significa.
¿Queda algo de ese sentido de lo público en los ciudadanos de Logroño?, ¿queda alguna esperanza de armonía pública en las obras y en la vida de Logroño?. Si algo quedaba se lo están cargando con rapidez los políticos demócratas: porque un político demócrata, por definición, es aquel que se aupa sobre la suma de los votos individuales; un político demócrata es el representante de la anulación de lo público en cada ciudadano. Y así, nuestros políticos demócratas y los ciudadanos votantes, en vez de promover lo público, promueven más ordenanzas, más policías y más proyectos caros con chismes técnicos de toda índole, acabando una y otra vez con el verdadero sentido de lo público.

lunes, 29 de enero de 2007

ES CULTURA URBANA


(Publicado en La Rioja del Lunes el 13 de abril de 1992)

La noticia es la siguiente: el Ayuntamiento de Logroño ha convocado un concurso de escultura urbana en tres niveles: artistas en general/estudiantes de medias/ y estudiantes de básica, para los que propone una serie de premios y presupuestos de ejecución, cuya cifra total suma algo más de 6 millones de pesetas. Lo he leído en la última página de esa especie de hoja parroquial que la Casa Consistorial publica semanalmente. Concretamente en el nº 282, de fecha 27 de marzo de 1992.
Item más, dícese en el mismo anuncio del concurso que “esta convocatoria se realizará anualmente”.
Puesto que los trabajos “se presentarán en la Concejalía Delegada de Medio Ambiente y Tráfico”, se deduce que la idea y la gestión del concurso corren a cargo de doña Pilar Salarrullana y sus asesores. Hasta aquí la noticia.
Una buena noticia para los escultores ¿no?, y una buena noticia para la escultura: dinero para la Creación, para el Arte, para la Cultura.
La duda, mis dudas, es si se trata de una buena noticia para la ciudad, porque si me permiten un pequeño juego de palabras y de mayúsculas y minúsculas, diré que la escultura en la ciudad ya no es cultura sino Cultura (esCultura), o sea, asunto de Instituciones y de Artistas y no de entendimiento público y beneplácito popular. O lo que es lo mismo, asunto poco urbano.
Por seguir con la noticia empezaré mi razonamiento por el final: según la convocatoria, la escultura de los artistas (que de los seis se llevará cuatro millones y medio de pesetas) irá emplazada en el nudo de tráfico a distintos niveles del cruce de Vara de Rey con Duques de Nájera (!!!); la de los estudiantes de medias, en el reciente Parque de la Laguna (!!); y la escultura de los de básica, en cualquier parte al aire libre (!). O sea, en lugares totalmente inhóspitos o indefinidos. Lo cual quiere decir que lo que se pretende de las esculturas es más arreglar o definir la ciudad que adornarla o embellecerla.
En el nº 22 de la rev. Arquitectura Viva, ene-feb 1992, Javier Maderuelo dedica precisamente algunas reflexiones al asunto de la escultura urbana y denuncia que el despertar del interés por la escultura “está siendo aprovechado por los ediles, quienes se sirven de él para utilizar el trabajo de los escultores como maquillaje de ciertos problemas urbanos, presuponiendo además, demagógicamente, que dotan de calidad y modernidad a unos malos espacios públicos generados durante los últimos años gracias a la ambigua significación que la escultura pueda proporcionarles”. Ni que hubiera leído antes que yo la convocatoria de doña Pilar.
El origen histórico de la problemática relación actual entre escultura y ciudad hay que buscarlo en sus malas relaciones previas con la arquitectura desde que la modernidad, con Adolf Loos a la cabeza, barrió de ella cualquier atisbo de decoración u ornamento. Es curioso ver justamente en estos días cómo algunos arquitectos se esfuerzan por recuperar esa relación completamente abandonada: así Oscar Tusquets, quien invita a Juan Bordes a incorporar sus esculturas en unas viviendas de Reus o en un proyecto de Auditorio para Las Palmas. El propio Juan Bordes ha publicado sus dibujos con un empeño teórico sobre la cuestión (Conca ediciones). Las esculturas para la Arquitectura de Francisco López, autor de la fuente del Ayuntamiento de Logroño, estarían en esa misma línea (véase rev. Arquitectura nº 263).
Tras el largo paréntesis de la modernidad en que la escultura desapareció de la ciudad en su doble utilización, bien como “adorno”, bien como “monumento”, hay que destacar la labor teórica de Aldo Rossi en recuperarla en el segundo de los supuestos. Claro que sus propuestas formales en tono “minimal” o pseudoarquitectónicas dejaban la simbología propia del monumento al alcance de cuatro iluminados. En los años 70, Antonio Roselló produjo en esta línea unas cuantas piezas que no supo si llamarlas arquitecturas o esculturas (véase Construcción de la Ciudad 2C, mayo de 1979), y con motivo de la obra del inglés Anthony Caro se llegó a acuñar el término “esculpitecturas”. El resbaladizo terreno entre la escultura y la arquitectura dio lugar a obras tan tristes como el Monumento a la Constitución del Paseo de la Castellana de Madrid, que bien parece una maqueta del edificio del Arco de la Defensa en París. O aquel otro despropósito de cambio de escala de una obra figurativa de Antonio López que afortunadamente no se llegó a realizar, y que el pueblo de Madrid bautizó con el jocoso nombre de “El coloso en bolas”.
Vista la imposibilidad de encontrar una salida airosa en la relación entre la escultura y la ciudad por la vía del monumento, e inexploradas apenas las posibilidades de volver a ornamentar la ciudad con nuevas esculturas, las propuestas escultóricas más interesantes de los últimos tiempos se han echado al campo (land art), han tomado a los viejos monumentos como objetos susceptibles de ser envueltos (Christo) o han abandonado definitivamente las formas para convertirse en espectáculo (instalaciones). Tres modos de abordar la escultura que si no dicen del todo un adiós a lo que todos entendíamos por escultura, sí que parecen decir adiós a la ciudad como receptora de las mismas.
Una breve descripción del panorama contemporáneo de la escultura urbana debería acabar con la mención si quiera de esa vía nostálgica (y muerta) de recuperación de la escultura en las plazas duras que ha acercado la escultura al diseño, incorporándola y confundiéndola con toda esa clase de chismes de relleno que allí se ponen, tales como farolas, fuentes, bolardos, balaustres, bancos o marquesinas.
Visto que el panorama no está nada claro, cualquier intento de hacer hoy escultura en la ciudad debe estar cuando menos cimentado en un diálogo inteligente entre sus responsables políticos y el escultor, en el que ambas partes ofrezcan lo mejor de sí. Los datos de la convocatoria del concurso revelan que por parte de los ediles no hay más que buenas intenciones y oportunismo. Así que permítaseme dudar muy mucho de que las propuestas de los escultores, máxime si se trata de estudiantes, lleguen a compensar las carencias del interlocutor.

A CORAZON ABIERTO


(Publicado en el diario LA RIOJA el 31 de octubre de 1996 fue objeto del Premio Nacional Gabino Jiménez de Artículos sobre Urbanismo convocado por la Consejería de Urbanismo de la Comunidad Autónoma de Canarias en 1996)

Esta ciudad está enferma, pero no del corazón. Jose Luis Bermejo y su gobierno municipal del Partido Popular quieren sanarla, como antes lo hicieran Pilar Salarrullana y Manuel Sainz, pero se equivoca igualmente en el diágnostico y en el tratamiento. No es el corazón lo que está enfermo ni es la cirujía el remedio. Pero ya se sabe, la popularidad va ligada al sensacionalismo y nada llama más la atención del público que los asuntos del corazón.
Pero dejémonos de metáforas y vayamos con los hechos. El Sr. Alcalde ha decidido que hay que “intervenir” en el Espolón (perdón por volver tan pronto a la metáfora) y que hay que hacerlo sumando los métodos de Marín en la aceras –materiales “modernos” y epatantes–, de Sainz en la glorieta del doctor Zubía –cambiarlo todo para que nada cambie–, y de Salarrullana en sus famosas calles –peatonalizar a toda costa y sea como sea. Bermejo tiene tan buenas intenciones como Marín, como Sainz o Salarrullana, pero de buenas intenciones, como dice nuestro refrán, está empedrado el infierno.
Tengo de esta ciudad siempre presente una “radiografía” general (perdón de nuevo por insistir) de Julio Caro Baroja, que dice que este país era hace cuarenta años una tierra pobre pero hermosa y que, sin embargo, a medida que se enriquecía, se iba poco a poco convirtiendo en uno de los lugares más feos y vulgares de Europa. Marín dió en quitar de nuestras aceras ese sencillo, cómodo y versátil embreado que emparentaba nuestra ciudad con París (¡allí todavía siguen de asfalto!) y se dedicó a poner poco a poco baldosas caras por las aceras para que, cuando menos, luciesen todas como el Paseo de las Ramblas de Barcelona. El aplauso de la ciudad fue unánime y si no hubiera sido por la crisis de UCD es posible que todavía le tuvieramos de alcalde. Logroño empezaba a ser rica pero no dejaba de ser pueblerina, y esa fatal combinación es, como todos sabemos, el origen de las expresiones “snob”, “paleto”,“hortera” o “nuevo rico”.
Los socialistas hicieron doctrina del éxito de Marín y a la ciudad le importó un bledo que se cargasen las amplias aceras de la Avenida de Colón siempre y cuando pusieran en el trocito que quedaba, baldosas de las caras. Año tras año se fueron reenlosando nuestras calles y plazas con tal lujo y variedad de piezas que pasear por Logroño se ha convertido, a la postre, en un completo recorrido por el muestrario nacional, ¡y hasta internacional!, de adoquines, losas, bordillos, y baldosas.
Extenuado el modelo socialista, y no precisamente por la teoría del adoquín y la losa del hormigón estampado, Bermejo se ha encontrado con que sólo le quedaban dos plazas en Logroño por embaldosar: la del propio Ayuntamiento y la del Espolón. Con la del Ayuntamiento no se ha atrevido porque la hizo un arquitecto divinizado y ya puede hundirse o ser más fea que un pecado, que los lugares tocados por el dedo del arte son tan sagrados para los políticos como la propia doctrina de las losas de colores, y más vale no meterse con ellos. Así que ha dicho: ¡a por el Espolón!.
La ocasión la pintaban calva porque nada más llegado al cargo le acababan de enmarmolar (o engranitar) de verde y rosa, los zócalos de la Concha y la peana de Espartero. ¡Pero hombre! –ha debido preguntarse– ¿cómo permitir que aún pisemos las humildes y anónimas baldosas hidráulicas hexagonales o las aún más rústicas losetas de hormigón lavado cuando a Espartero y a los turistas les ponen piedra de calidad?. Nada, nada, ¡a enlosar!. Y si se tercia, pues a peatonalizar algo, lo que sea, que eso sí que es poner losas y adoquines en cantidad.
Como ya hiciera Sainz en la Glorieta del Doctor Zubía y los jardines del Instituto, se respeta la actual distribución de zonas, porque cualquier modificación en ese sentido no da ninguna garantía y, abundando en el método, si fuera poco el poner suelos recios, allá van también las farolas fernandinas y los bancos imperio que eso a todo el mundo le gusta porque queda muy antiguo y da mucho empaque.
En la sugerencia que hace unos días redactara para el Colegio de Arquitectos, recogía una cita de Paul Valery para advertir al Ayuntamiento que éste era uno de esos casos en los que, según el poeta,“lo más profundo es la piel”. Pero como veo que no surte efecto y no me van a hacer caso, no ya Bermejo, el Ayuntamiento, ni los ciudadanos, sino incluso mis propios compañeros arquitectos en el ayuntamiento, sean concejales o funcionarios; como creo que este asunto de las baldosas es una guerra perdida porque aún no ha llegado ese punto histórico de inflexión en que este país quiera recuperar la sencillez, y a través de la sencillez, la belleza; dejo atrás mis análisis y diagnósticos y opongo mi corazón dolido a ese corazón de nuestra ciudad pronto a “intervenir”.
Y digo: acepto que se peatonalice y que se repavimente, que se pongan farolas regias y bancos imperios; cedo a la democracia de los votos frente a los argumentos de la razón; me olvido de las normas compositivas y de mi invocación a la sencillez; acato el veredicto de que esto y no otra cosa es lo que se merece Logroño y los logroñeses; admito incluso la posibilidad de que la plaza de El Espolón por ser un lugar tan especial en sus dimensiones, ubicación y arbolado, consiga aguantar el envite que ahora se le quiere hacer, como ha aguantado a la reforma de la fuente del Espartero, al maquillaje tecnológico de la Concha o a las farolas con ojos de sapo que se pusieran hace un par de años. Cedo en todo y no daré más guerra al Ayuntamiento y a los logroñeses en este asunto si por lo menos consigo salvar un metro cuadrado en el que el corazón de Logroño coincide con mi corazón. Esto es, pido solemnemente al Ayuntamiento de Logroño y a los logroñeses que se salve esa fuentecita de beber situada en el centro justo de la plaza, a medio camino entre el monumento a Espartero y la Concha, y que según el anteproyecto presentado por el Ayuntamiento se quiere eliminar.
Las ciudades se salvarán, dicen los textos sagrados, con sólo que queden en ellas unos pocos hombres justos. El corazón de Logroño seguirá latiendo, digo yo, si conseguimos que esa fuentecita siga ahí, en su sitio, a pesar del marasmo de mármoles, granitos, adoquines y farolones que se le vienen encima, a mayor gloria de José Luis Bermejo. Porque esa fuentecita está en mi corazón y, según creo, en el de muchos logroñeses más.
Y quién sabe además, si empezando por un metro cuadrado...

(En las obras que al fin se llevaron a cabo, con granitos, adoquines y farolones imperiales, salvaron curiosamente la fuentecita pero no el lugar que representaba: la cogieron y la pusieron en otro punto menos significativo para intentar quedar bien y conjurar el peligro que suponía dejarla en un viejo y amenazante metro cuadrado de mala conciencia)

lunes, 22 de enero de 2007

LA CALLE DUQUESA DE LA VICTORIA


(Este es un ejercicio de estilo sobre mi propia calle que apareció pésimamente publicado en la revista En Contraste nº 5 , en marzo de 1998, aunque fue escrito en 1992)

Me había propuesto describir mi calle, pero no sabía cómo hacerlo porque sólo sé describir lo que me sorprende y lo que me llama la atención, y mi calle me es tan familiar y tan próxima que ya no me sorprende ni me llama la atención. Es posible que me sorprendiera, en cambio, en los primeros años que me trasladé a ella, justo el año en que se implantó en este país el IVA (lo recuerdo así y no el año en concreto). Acudiendo al recuerdo de esa época –pensé– quizás me fuera posible describir mi calle con más exactitud que a través de cualquier visión reciente. Por entonces –lo recuerdo– contaba los portales y el número de pisos de cada portal y, calculando a cuatro habitantes por piso, obtenía la cifra de habitantes por portal, y sumándolos luego, el número de habitantes de la calle entera. De este modo tan matemático y rudimentario, comparaba la frialdad de la calle y su aspecto desértico, tanto si hubiera gente en ella como si no, con la inmensa cantidad de vidas que contenía. En ese trozo de calle tan pequeño y tan cercano a mí –pensaba entonces– se estarían produciendo, cada día, cientos y miles de historias que me estaban siendo ajenas porque no tenían proyección alguna en la calle, ya que el ruido de la calle y el espesor de las fachadas y la casi inexistencia de aceras, hacían que nada de lo que ocurriera en el interior de las casas pudiera llegar hasta la calle. Tan sólo las mesas de firmas de las funerarias daban alguna vez una noticia de esas historias, pero incluso ya por entonces, las mesas de firmas de las funerarias se empezaron a poner dentro de los portales y no en la calle para evitar que algún gamberro escribiese en ellas alguna grosería. Por esos años también, debido al auge que experimentó el terrorismo y la inseguridad ciudadana, desaparecieron los nombres de los inquilinos en los porteros automáticos, de manera que los habitantes de los pisos y de la calle se habían vuelto, para los transeuntes, más anónimos que los propios pisos de la calle. Contaba así mismo los coches aparcados que venían ocupando casi por completo la calle desde que a los del Ayuntamiento y a los vecinos de la calle, algún día les importase una higa que la calle se convirtiera en un sucio y repleto garaje. En el lado de mi casa, esto es, en el lado sur de la calle (el trozo de calle que describo va de Este a Oeste, así que las casas ocupan los lados Norte y Sur), en el lado sur de la calle, digo, que es justamente el lado no soleado de la calle, los coches aparcaban entonces en batería, y como la acera es muy estrecha y los coches que aparcan en batería avanzan siempre su parte delantera sobre la acera más allá del bordillo, los peatones siempre parecían estar amenazados por los coches y caminaban pegados a la pared de las casas. En el otro lado de la calle -el lado soleado-, los coches aparcaban en línea, pero no por ello eran menos numerosos, como a primera vista pudiera pensarse, que los del lado sur, porque el aparcamiento en línea suponía y supone siempre la posibilidad de aparcar fácilmente en doble fila, de tal forma que en el recuento a veces me salían más coches en el lado norte de la calle, o lado de aparcamiento en línea, que en el lado sur, o lado de aparcamiento en batería. Con todo, el número de coches aparcados en la calle, bien sea en batería, en línea o en doble fila, era muy inferior, según mis cálculos, al número de pisos de la calle, por lo que muchos vecinos –pensaba yo– tendrían que guardar sus coches en los garajes de la calle o de las calles adyacentes, o aún mejor en los aledaños del cercano Ayuntamiento que, obviamente, dejaba sus aceras libres una vez que los funcionarios, los concejales y sus asesores hubieran acabado allí su estancia matinal. Con los coches así dispuestos, en batería, en línea y en doble fila, cruzar la calle de una acera a otra era una tarea difícil, arriesgada y laboriosa, porque, en primer lugar, al estar los coches dispuestos en batería, el salir o el llegar a la acera sobre la que avanzaban su parte delantera, era siempre un salir o llegar en diagonal, lo que hacía del cruzar la calle, en este lado de la calle, por sí mismo, una experiencia tortuosa. Mas, con todo, lo peor estaba en el lado opuesto, porque desde el lado de los coches aparcados en línea uno podía encontrarse con los coches tan juntos unos de otros que ni siquiera una persona, no ya andando de frente sino incluso de costado, podía pasar entre ellos. Pero cuando conseguía franquear la primera línea de coches podía encontrarse entonces que los coches que estaban en doble fila estuviesen a su vez unos tan juntos de otros que le cerrasen el camino, por lo que no era extraño ver cómo muchas personas daban la vuelta sobre sus pasos una vez que habían empezado a cruzar la calle. Así que los vados de aparcamiento, o sea, las entradas a los garajes de los edificios, se convirtieron de este modo en pasos de personas que querían cruzar la calle, aunque rara vez coincidía un vado del lado de los coches aparcados en batería con un vado del lado de los coches aparcados en línea, por lo que cruzar la calzada por los vados de los garajes era siempre un cruzar la calzada con el peligro de hacerlo en diagonal, exponiéndose aún más a ser atropellado por los coches que circulaban a toda velocidad por la estrecha calzada central que dejaban los coches aparcados en batería, en línea y en doble fila. Eso sin olvidar que los vados que usaban los peatones para cruzar la calle de un lado a otro, no eran pasos de peatones sino vados de los garajes de los edificios, de modo que mientras la gente esperaba a que se despejase la calzada para poder cruzar, no era infrecuente que se viera sorprendida por un coche que bien saliera o bien quisiera entrar en el garaje cuyo vado estaba aprovechando para cruzar la calle. He de decir, sin embargo, que nunca me ocupé del número de coches que circulaban por la calle, que nunca me detuve a contar, por ejemplo, la cantidad de coches, camiones o motocicletas que pasaban por ella a cada hora, seguramente porque consideraba que se trataba de gente ajena a la calle, gente que sólo iba a estar en ella los diez o doce segundos que costaba atravesarla de uno a otro lado, desde su embocadura en el este, a su final en el oeste, y siempre en ese sentido, de este a oeste, porque para el tráfico de vehículos, la calle era de único sentido. Un tráfico de lo más ruidoso y molesto, porque en el primer tramo de su recorrido, justamente allí donde yo vivía (y aún vivo), los coches daban fuertes aceleradas en las marchas cortas por el hecho de haber franqueado el semáforo de acceso a la calle. Unos acelerones que eran más fuertes de lo normal porque la calle, de este a oeste, es decir, en el sentido en que la recorrían los coches, tenía un ligero desnivel hacia arriba, no muy acusado y casi imperceptible para el peatón, pero sí lo suficiente para que los automovilistas se sintiesen impelidos a dar más gas al acelerador cuando arrancaban y la recorrían en su primer tramo. Unos acelerones completamente inútiles y sin sentido, como la mayoría de los acelerones que dan los coches en la ciudad, porque inmediatamente los coches debían frenar de nuevo, bien ante el atasco de furgonetas que siempre existía en los aledaños de un mercado de alimentación que estaba a los dos tercios del tramo de la calle o bien en el peligroso paso de cebra que había (y hay) al final de la calle, un paso de cebra estúpido en el que los peatones se vengaban de los coches haciéndoles frenar para cruzar, mientras tanto, con cierta parsimonia por delante de ellos con un gesto ridículo de desprecio y superioridad. Un paso de cebra que se me representaba -he de decirlo-, como la muerte, en el doble sentido de que, en primer lugar, allí se ponía fin al tramo de mi calle; y en segundo lugar, porque desde allí, y sólo desde allí, justamente donde los vados para cruzar de una acera a otra son de los peatones y no de los coches, desde la altura y la estulticia contenida en ese paso de cebra, se divisaba con la mejor de las perspectivas el paisaje de sinsentido y la ausencia de vida y la presencia de muerte en la calle toda.
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He leído en la página 120 de la octava reimpresión del Fondo de Cultura Económica de El Ser y el Tiempo del filósofo Martin Heidegger, que el hombre es un ser desalejador y que con su vista y su oído trata continuamente de acercar a su ser el mundo que le rodea. Pero hay ciertas cosas, como mi calle por ejemplo, en donde esos sentidos ya no nos son útiles, pues tanto la vista como el oído se niegan a mirar y a oír su vacío y su desolación. Es entonces cuando, para describir algo, no nos queda más remedio que acudir al recuerdo.

A VUELTAS CON LAS PLAZAS DURAS


(Este artículo se publicó en el mismo medio que el anterior y curiosamente, un año antes, septiembre de 1988. El núcleo del mismo, el elogio del árbol como planta urbana por excelencia, se lo debo íntegramente al arquitecto municipal Carlos Lloret)

Han pasado ya cuatro años desde que el Ayuntamiento de Logroño se decidiera a pavimentar una serie de “espacios libres” de la ciudad, y el malestar ciudadano por la “dureza” de tales “plazas”, y la polémica entre técnicos y políticos sobre la cuestión (que no es sino continuación o reflejo del debate desarrollado en otras ciudades con similares problemas) todavía están vigentes.
La importancia que en ciertos momentos se ha venido dando al problema daba a entender algo así como que dichos espacios libres eran la “última esperanza” de hacer más humana y llevadera la vida en nuestra ciudad, y que había que dirigir hacia ellos toda la atención pública y todos los esfuerzos municipales. Una actitud así refleja cierta desesperación (desesperanza, si se prefiere) respecto a otros problemas urbanísticos de muchísima mayor relevancia como pueden ser la densidad de edificación, el grado de ocupación de las viviendas, el problema del tráfico, el diseño de las calles, la ubicación de la industria o los bordes de la ciudad. Es preciso pues, antes de abordar el tema en sí de las plazas, darle la importancia adecuada y entenderlo justamente dentro del contexto global de la actual incultura urbana.
Resulta curioso observar, por ejemplo, cómo los mismos políticos o ciudadanos que, no sólo no han protestado sino que han promovido la reducción generalizada de aceras en muchas calles de Logroño en beneficio del tráfico y almacenamiento de automóviles, salen ahora en defensa de céspedes y jardincillos. Puede parecer, a primera vista, que se trata de una contradicción, pero en el fondo creo que proceden de la misma actitud: tanto el tráfico de automóviles como los céspedes y jardincillos tienden a expulsar a los ciudadanos fuera de las calles o de las plazas. Las aceras se disminuyen hasta extremos en que ya no puede nadie pararse a charlar en ellas sin molestar o ser molestado por los peatones circulantes (¡circulen!, te dicen...¿se acuerdan?). Ciertos jardincillos ocupan tanta superficie que a su alrededor no generan espacios de estar, sino estrechas aceras de paso. Y a la inversa, se puede decir tambien que no hay lugar más inhóspito que un gran espacio simplemente enlosado u hormigonado (plaza del Ayuntamiento).
Para solucionar tales problemas de diseño urbano, no hay más remedio que acudir al invento más extraordinario que jamás se haya pensado con el fin de introducir la naturaleza en la ciudad sin echar a los ciudadanos fuera de ella, o para convertir desiertos paramales en acogedores lugares urbanos: me refiero, cómo no, al árbol, y en especial al árbol de mediano o gran desarrollo de hoja caduca. Para empezar, ocupan poco espacio, no más que una persona, lo cual es una gran virtud al precio que está el metro cuadrado en la ciudad; requieren pocos cuidados –con lo caros que se están poniendo los jornales de los jardineros; aíslan visualmente al peatón de los desproporcionados paramentos verticales de los actuales edificios de viviendas; anuncian y alegran la primavera con sus brotes, protegen a la ciudad en verano con su sombra, frescor y verdor; y por si fuera poco, sueltan su hoja en otoño, tapizando bellísimamente el suelo durante algunas semanas (los barrenderos deberían coger las vacaciones en otoño y el Ayuntamiento no apresurarse tanto en la limpieza de hojas caídas), para que, a continuación, les llegue a los paseantes el agradable sol de invierno. ¿Hay alguien que dé más por menos?.
Mientras no haya espacios libres de suficiente dimensión como para crear parques, la única reivindicación auténtica ciudadana que cabe apoyar es la de pedir mayor cantidad de espacios públicos de estar y más árboles. Lo contrario, reducir aceras, colocar jardincillos en las plazas, quitar árboles para mejorar la visibilidad desde las viviendas hacia la calle, no son sino reivindicaciones de lo individual frente a lo colectivo, de los aspectos disgregadores de automóviles y pisos frente al hecho comunitario de los espacios públicos de la ciudad.
Del debate producido en otras ciudades sobre el tema de las “plazas duras” se ha llegado a una conclusión aplicable perfectamente a lo realizado en Logroño: el error no está en el diseño, más o menos duro o acertado de los espacios considerados, sino en el proceso de construcción de los mismos, que nunca deberían haberse pavimentado hasta que los árboles no estuvieran bien desarrollados. No se debe olvidar al respecto el proceso ejemplar de la Glorieta del Doctor Zubía, una de las zonas más verdes de Logroño y sin un jardincillo en su seno: está ahora pavimentada al cien por cien, pero durante muchos años, mientras sus hermosos árboles crecían, tuvo el suelo de tierra.

HUECOS URBANOS


(Publicado en un suplemento festivo de La Rioja del Lunes, el 18 de septiembre de 1989)

Hace unos años vino Tamames a Logroño y dijo que había que volver a poner murallas a la ciudad y dedicarse a acabarla por dentro. Pena de hombre éste, siempre a destiempo: cuando había que parecer de derechas se hizo comunista, y ahora que hay que ser comunista, como nunca, va y se hace de derechas... . En fin, en Logroño le creímos a pies juntillas, pues los provincianos solemos ir también siempre a destiempo, y ni cortos ni perezosos cerramos la ciudad con alguna línea legal y nos liamos a echar árboles y hormigón en el primer hueco urbano que nos pilló a mano (pobres de los yermos de las Chiribitas). A las instituciones les cuesta coger una idea, pero cuando la cogen ya no hay quien les pare. Hoy en día es difícil encontrar un agujero en esta ciudad.
Las máquinas excavadoras están ya junto al Ebro, dando formas a ese impresionante abismo, a ese peligroso y olvidado hueco que existía entre la ciudad y su río. En estos instantes, los arquitectos concursantes andan proyectando palacios autonómicos para ese mágico solar de Lobete que al comienzo de otoño se llena de tomates y pimientos, y en el que este verano unos cuantos chavales jugaban nada más y nada menos que ¡al beisbol! (ya decía yo que era mágico...). Hace pocos meses, los defensores del patrimonio sacaron un manifiesto para impedir el derribo de la “Bene”, pienso yo ahora si sería no tanto por salvar ese mediocre edificio cuanto por un oculto temor al posible gran hueco urbano que allí se iba a producir. Los socialistas, desde que su jefe local se empeñó, andan erre que erre metiendo edificios (cuanto más postmodernos mejor) en los numerosos huequecillos que la muerte del Casco Viejo va generando. Y para concluir este rápido repaso de huecos urbanos de Logroño, el más maravilloso de todos los huecos, ese que se llenaba en las fiestas de norias, tiovivos y tómbolas, el hueco de las Gaunas, se lo está llevando poco a poco el diablo de una municipalidad pesetera donde las haya.
Como no se han hecho más murallas que las legales, nuevos huecos se abren en la periferia de la ciudad; son los huecos del crecimiento, pero no son interesantes. Que el presunto caos entre a la ciudad por sus bordes es lo lógico y aburrido, pero que aparezca de pronto en su interior como un enorme roto urbano, eso es lo verdaderamente prodigioso. Sabemos que esos vacíos tienen escasa duración pero que permanecen mucho tiempo en nuestro recuerdo: “Lo roto hunde sus raíces más profundamente en la memoria que lo completo; lo roto tiene como una superficie rugosa a la que nuestra memoria se agarra; en la superficie lisa de lo completo, la memoria resbala...” (luego diré de quién es la cita). Hay más infancias en Logroño unidas al viejo hueco de la actual Glorieta del Doctor Zubía, al inmenso vacío que dejaron las vías del ferrocarril cuando se fueron de la actual Gran Vía, o al extraordinario cuadrado que produjo la demolición del Cuartel de Caballería, que a todas las urbanizadas calles y al Espolón juntos.
Y no sólo los recuerdos, también los proyectos y sueños de prohombres, políticos y jubilados aburridos se quedan así mismo atrapados en la memoria de los huecos urbanos, que deberían haber sido empleados de la manera que ellos lo imaginaron y no como acabaron siendo.
Los huecos urbanos son como insondables agujeros negros de la ciudad que engullen nuestros recuerdos y nuestros proyectos. Cercanos abismos en los que nos da miedo entrar, pero en los que no podemos dejar de pensar. Y cuando entramos (¡ay!), lo hacemos armados hasta los dientes con palas, grúas, compresores y excavadoras, para acabar con ellos, para destruirlos.Wim Wenders, autor de “Paris, Texas”, “Cielo sobre Berlín” y otras películas de la máxima recomendación, un hombre de los de a tiempo, decía, además de la cita anterior, que cree que no habrá nadie capaz de hacer entender a un ayuntamiento que, desde el punto de vista urbanístico, las partes más bonitas de una ciudad, son precisamente aquellas en las que nadie ha hecho nada. “Por definición -continúa-, la ciudad exige que se haga algo en esas zonas. Y esa es su tragedia”. (rev. Quaderns de Arquitectura nº 177, págs. 57 y 52)

LA PIEL DE LA CIUDAD


(Publicado en la rev. Logroño ciudad, en febrero de 1986)

En el acto fundacional, el sumo sacerdote clava su bastón en un punto del territorio: ese será el corazón de la ciudad. Después se aleja cierta distancia y describe un círculo en torno a él: dibuja la línea de separación entre la ciudad y el entorno salvaje, la piel de la ciudad.

Fue mi hermano Alberto, un inexperto en temas urbanos (sólo los inexpertos nos pueden abrir los ojos), quien me señaló la importancia de los bordes de la ciudad. Le prometí entonces un artículo en esta revista.

Los límites de cada ciudad tienen una larga historia que es difícil generalizar e imposible simplificar. Puede decirse que, en esencia, han separado Cosmos y Caos; Civilización y Naturaleza; Ciudad y Campo; Metrópoli y Provincia; y que han gozado de mejor o peor salud. Hubo un tiempo, la era de las murallas, en que la piel fue el elemento clave de la ciudad, su más importante construcción después de la catedral.

Pues bien, para empezar diré que si no es acné juvenil, creo que la piel de Logroño padece, o ha padecido, los efectos de la viruela. Cuando me fue dado a conocer Logroño, hace tan sólo unos veinte años, tenía aún una piel joven, una piel fresca. Recuerdo haber salido a pasear fuera de la ciudad, acompañando a mis mayores, por el camino de Madre de Dios, por el camino viejo de Fuenmayor o por los puentes del Ebro. Otros recordarán los paseos a la Guillerma, al Sotogalo, el camino viejo de Alberite o el de Lardero. En el corto trayecto de un tranquilo paseo vespertino se pasaba del duro asfalto al camino carretil, de las casas de vecindad a los chopos del río, de las aceras comerciales a las verdes huertas. Era estupendo y realmente liberador. Se podía salir de la ciudad paseando y, paseando también, entrar en ella. No es lo mismo salir en coche: cuando se sale en coche al campo se lleva uno a cuestas la ciudad consigo.

El mejor síntoma para saber si los límites de una ciudad están o no degradados es ver si los vecinos de la ciudad piden “zonas verdes”. Como se sabe, dicha exigencia se produce en Logroño de unos veinte años a esta parte. La maloliente y molesta industria que estorbaba en el interior se ha sacado a las afueras de la ciudad. Rodeando a la ciudad han aparecido circunvalaciones y autopistas veloces para que los vehículos de paso no tengan que entrar en su interior. El ferrocarril corrió, tiempo atrás, igual suerte. Escombros y desperdicios de un interior cada vez más opulento se vierten en los bordes. Inmigrantes y marginados que no alcanzan a ocupar un trozo de ciudad, se instalan con sus cachibaches en la periferia. Las huertas que sueñan ser solares, dejan de cultivarse para convertirse en estercoleros. Los vecinos, entonces, temerosos de salir de la ciudad a esa periferia desolada y hostil, reclaman un trozo, falseado o no, del campo exterior. Piden “zonas verdes”.

Hace pocos años, Mario Gaviria sugería otra cosa: ¿por qué no reivindicar los viejos paseos provincianos de invierno, los paseos de los curas? (El buen salvaje).

He vivido en Barcelona y en Bilbao, ciudades que hace años arruinaron su piel, pero que tienen la suerte de ofrecer al ciudadano el consuelo de poder ver desde sus calles las montañas cercanas, el más allá, lo otro, lo que no es ciudad, el exterior. Es un consuelo muy grande; siempre que he estado en Zaragoza, sin embargo, me ha parecido una ciudad asfixiante: no hay apenas posibilidad de ver un monte, un más allá.

En Logroño esa posibilidad se está perdiendo pero aún existe. Desde la Avenida de España se puede disfrutar en las tardes limpias de las cumbres del Camero Viejo. En Capitán Gaona, a la altura del Colegio Universitario se puede admirar la silueta grandiosa del monte Codés. Pero no hace mucho que los bloques de la urbanización Carrero Blanco taparon las vistas desde Vara de Rey de las estribaciones de Peña Saida, que el Pico del Aguila o el Monte Cantabria son cada día más difíciles de encontrar entre calles, y que el entrañable León Dormido ya sólo está ligado a la perspectiva que de él se tiene en la calle Sagasta.

Por otro lado, no es lo mismo la piel que la fachada de una ciudad. La fachada de la ciudad, como en las casas, es exhibición, boato, demostración burguesa. Por ello es preocupante que el actual Ayuntamiento, cuando pretende operar en la Rúa Vieja del Casco Antiguo de Logroño, diga siempre que lo hace para recuperar la fachada Norte de la ciudad y no su piel dañada.

Entre fachada y piel, yo me quedo con la piel. Dibujar la línea que separa dos mundos, entenderla y cuidarla es hacer posible que esos dos mundos sigan diferenciados (y por tanto susceptibles de ser amados) pero en contacto. Pasear por esa línea, traspasarla a un lado y a otro es acariciar la piel de la ciudad: acariciar a la ciudad.

Muchos creerán que la salud de la ciudad está en su deslumbrante interior y a él dedicarán todos sus empeños. Yo creo, sin embargo, que la hermosura y grandeza de una ciudad está en sus bordes. Comparto así la frase de Paul Valery en la que decía que "lo más profundo es la piel."

miércoles, 17 de enero de 2007

ARQUITECTURA Y PATRIMONIO


(Publicado en la revista Calle Mayor, en 1989)

La hipótesis que trato de demostrar aquí, y sobre la que a posteriori reflexiono nuevamente, es la de que toda la problemática que envuelve al tema de la intervención en el Patrimonio Artístico o Arquitectónico radica en el hecho soterrado de una “apropiación colectiva del mismo”, y no por sus valores urbanos o culturales, como se hiciera en otros tiempos, sino en el sentido que tiene el Patrimonio a la hora de la Declaración de la Renta.

1. Es a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces o siglo de la “razón”, cuando se contempla la historia y se escribe, para, apropiándose de ella, iniciar el proceso de su liquidación o abolición. Hubo épocas, como la Antigüedad Clásica, en la que el devenir histórico no interesaba, en la que se vivía en una cierta abolición del tiempo, o como señala Finkielkraut (La derrota del pensamiento), “no se otorgaba ninguna significación válida a la sucesión de acontecimientos”. Entre la Antigüedad clásica y el Neoclasicismo la historia cobró vida propia en occidente (y como tal vida, inconsciente de sí misma) en tanto que sucesión de generaciones humanas y modos de expresión (estilos) que, entendidos de un modo biológico, nacen se desarrollan y mueren.
Desde la perspectiva neoclásica (y aquí la palabra clásico adquiere entonces un significado más profundo) se contempla cómo el devenir histórico de las generaciones y estilos se suceden unos a otros: destruyendo la vieja catedral románica se construye la gótica; a todo periodo arcaico le sigue uno de madurez y finalmente otro amanerado, y así sucesivamente. (Una advertencia antes de seguir: nótese que escribo generaciones y estilos y no culturas, civilizaciones o términos más amplios.) Las arquitecturas, como expresiones colectivas de la historia, cobran igualmente vida propia: nacen, viven y mueren. En sentido biológico, tienen sus días contados, como los propios hombres, como los animales, como los valles, como el sol...
Cuando el hombre se hace consciente de la historia, y escribe la historia, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos, para pasar a ser, bien una creación del pensamiento, o bien una colección de objetos. Como creación del pensamiento alimenta, en primera instancia, uno de los periodos más necrófilos de la arquitectura, el eclecticismo, y luego un divertido periodo revolucionario o “moderno” en el que se quiere ingenuamente hacer tabla rasa de toda la historia y empezar de nuevo. Mientras el nuevo pensamiento histórico alimenta estas opciones aún parece haber “sucesión de acontecimientos”, pero visto que con ellas no se va a ninguna parte, entrados ya en este siglo los hombres empiezan a conservar las viejas arquitecturas históricas como algo sagrado que ya no van a poder producir nunca más. Las conservan, las restauran, las rehabilitan y, últimamente, las reproducen sin pudor. Los arquitectos, cual nuevos traumatólogos, se dedican a las prótesis, para que una sociedad satisfecha e impotente de nuevas creaciones convierta las viejas arquitecturas en patrimonio contante y sonante. ¿Alguien puede llamar románica con cierta precisión a la actual iglesia de Fromista conociendo las fotografías de su estado a comienzo de siglo? ¿o barrocas a las innumerables iglesias alemanas reproducidas después de la guerra?. Son muertos a los que no se les deja morir dignamente, o aún peor, resucitados de entre los muertos.

2. La apropiación colectiva del patrimonio no ha sido cosa de un día. Después de siglo y medio de ahistoria, a la generación de nuestros padres aún no le importaba mucho si un embalse se llevaba por delante seis iglesias románicas, o una deslumbrante avenida trazada en el casco histórico de la ciudad tenía que acabar con otras tantas casas góticas o renacentistas. Sin embargo, en la actualidad, deben quedar muy pocas personas en este país (en Europa, donde siempre van más adelantados, seguro que ninguno) que no salte indignado si alguien toca una piedra de la iglesia de su pueblo. Hace menos de cincuenta años Santa María la Real de Nájera se estaba hundiendo de muerte natural sin que nadie se alarmase. Hoy, sin embargo, los najerinos están indignados porque un arquitecto “de los de ahora” les haya venido a tocar “su” Santa María con ánimo poco restaurador. No son ya algunos eruditos o algunos intelectuales los que por estudiar historia la consideran como suya; ahora es todo un pueblo el que, formado en su opinión por la voz de la historia, lo considera así.
La apropiación del patrimonio arquitectónico como bien físico y económico está íntimamente ligado a su explotación comercial, a un nuevo consumo. No hay más que ver cómo bajan del autobús con la cámara de fotografías preparada, dispuestos a devorar monumentos sin piedad, “simulando admirarlos”, -como dice Félix de Azúa (A ver si acabamos de una vez, El País 10 de Agosto de 1987). En la apropiación de las arquitecturas históricas (que pasan a llamarse “patrimonio”) y en su afán por la restauración (o en la apropiación por la restauración) late la misma incapacidad por entenderlas y, en definitiva, de amarlas: la apropiación siempre acaba con el amor, como acaba con el amor el deseo de perpetuación.
La relación entre historia, arquitectura y consumo visual de la misma nos anuncia que estamos irremediablemente perdidos: el patrimonio acaba con la arquitectura, para que las muchedumbres acaben luego con el patrimonio. ¿Qué hacer?, ¿reponer el patrimonio a mayor velocidad de lo que éste es consumido o reintentar la arquitectura?

3. Al parecer en una cultura ahistórica no es posible la arquitectura. Tan sólo cabe su simulacro. El panorama de la arquitectura de este siglo así lo atestigua: cada vez la arquitectura tiene menos que ver con la vida y mucho más con el teatro.
Buen número de encargos, casi todos los que se refieren a la intervención en el patrimonio histórico nacen en circunstancias artificiales o fortuitas: un sobrante del presupuesto, un plan nacional, el capricho de un Director General, una visita regia o una campaña electoral. Carecen por lo común de un “programa” que cumplir o de una línea de trabajo a la que responder. Son arquitecturas, las más, sin utilidad alguna o con poquísima utilidad, como el rehabilitado teatro de Haro, en el que se dará una representación cada cinco años, como el Museo de Santa María la Real, sin colección alguna que exhibir ni lugar para ello; o como tantas y tantas iglesias restauradas por los dineros públicos a las que nadie acudirá ya a rezar. Aunque ocupan un espacio y tienen una fecha, están fuera de lugar y fuera del tiempo. Son obras de autor, obras de ficción; artificios que evocan a veces razones constructivas, que simulan tener alguna utilidad, pero que sobre todo, por completar la triada vitrubiana, centran su atención en una cierta belleza. Son arquitecturas surgidas sobre el propio tablado o escenario de arquitecturas que un día fueron auténticas. Realizan una interesante labor crítica o nacen a veces con intención didáctica, pero la mezcla entre lo viejo y lo nuevo suele ser siempre insoportable.
Como en el teatro, sólo interesa su exhibición. Cuantas más representaciones mejor. Los autores envían fotos y planos al sin fin de revistas de arquitectura que hoy se publican y conceden entrevistas y pasean sus obras por cuantas “jornadas de intervención en el patrimonio” se celebran. Los organizadores les invitan en función del éxito obtenido con las fotografías de las publicaciones. El público que acude aplaude siempre, y aunque se dice que habrá debate, nunca lo hay porque la intención de tales jornadas no es que se produzca debate, sino que se represente una vez más el teatro de la nueva arquitectura (o la nueva arquitectura de teatro).
La apropiación colectiva de la arquitectura histórica como patrimonio no sólo provoca la asfixia y estancamiento de la posible arquitectura actual, sino que la desvía hacia el teatro o el espectáculo público. Cuando Viollet empezó esta historia de la intervención en el patrimonio edificado, aún había arquitectura alrededor, y la ruina en la que se intervenía podía ser interpretada como una preexistencia más. Aún se le puede comprender y hasta perdonar en su ingenuidad. Lo que es imperdonable es que aún, en nuestros días, haya quien se crea que la farsa de la arquitectura que ahora vemos sea lo que en otro tiempo fue la arquitectura.

CIUDAD Y CASCO ANTIGUO: SIETE NOTAS


(Publicado en el nº 4 de la revista Logroño-Ciudad, enero 1986)
“La dialéctica es la tentativa por ver lo nuevo en lo antiguo en lugar de ver solamente lo antiguo en lo nuevo.”
T.W. Adorno, Sobre la metacrítica de la teoría del conocimiento.


1. La ciudad es un soporte vivo de vida social, un marco estable de relaciones humanas. Soporte, marco, son palabras que denotan quietud, estabilidad, seguridad, posibilidad de entendimiento.
Es difícil admitir, sin embargo, que mientras las sociedades evolucionan, las ciudades tengan que permanecer fijas, estables. Parece más lógico pensar que las ciudades también deben evolucionar. Se establece así una dialéctica sociedad-ciudad a lo largo de la historia en la que ambos polos, como en todo término que se dialectiza (Bachelard), son polos variables, móviles, evolutivos.
Choca ello con la definición de la ciudad como soporte fijo, como marco estable. Para soslayarlo, los análisis teóricos de la ciudad han tendido con frecuencia a diferenciar entre elementos estables y elementos efímeros, han buscado puntos de referencia permanentes que compensaran la mutabilidad de los restantes.
Los monumentos, por ejemplo, han sido para ciertos analistas los hitos que estabilizan la ciudad. Al estar en la memoria de todos los ciudadanos, al tener vox populi (no especializada o de expertos), por las causas o motivos que fueren el carácter de monumentos (no siempre su belleza arquitectónica), se constituyen en nodos o puntos estables sobre los que gira el resto de la ciudad.
Otros teóricos, más incisivos y sagaces, buscan las permanencias de la ciudad en otros caracteres menos espectaculares que los monumentos, y descubren así las tramas urbanas o las tipologías arquitectónicas. El trazado viario –llamado en términos especializados y cursis “morfología urbana”– aparece como referente fijo por su condición única e irrepetible en cuanto ligado a un lugar concreto, a una geografía determinada y a una biografía única. Las tipologías arquitectónicas, esto es, las plantas habituales de las casas definidas a partir de sus relaciones con el viario y con el parcelario, son referencias más abstractas pero permanentes también porque se repiten a lo largo de los siglos a pesar de los sucesivos derribos o cambios de estilo a que obligan los cambios en las construcciones o las convenciones sociales.
Así pues, no sólo los monumentos sino también el parcelario, la trama viaria y las tipologías arquitectónicas van a ser los elementos que garanticen la definición de la ciudad como soporte fijo, como marco estable.

2. Asistimos en los últimos años al espectáculo, a veces cómico, a veces trágico, del intento de recuperación de la ciudad histórica. Sin lugar a dudas, está motivado por esa molesta sensación, por esa desazonadora inquietud que nos causa la percepción de que nuestra actual ciudad (como marco, como soporte) se mueve como sacudida por un permanente e imparable terremoto.
Buscar raíces (cimientos) en donde agarrarse, atar amarras, salvar los tesoros familiares o patrimoniales, salir corriendo al campo o al pueblo el fin de semana (donde uno se cree que todo es como antes), erigir nuevos templos para calmar a Saturno o, al menos para tratar de engañarle (edificios modernos-antiguos, restauraciones, rehabilitaciones, recuperaciones), vestirse de lagarterana, fundir nuevas viejas campanas, volver a hacer botijos y calceta; todo vale. Para bien de la farsa, de la comedia o de la tragedia, todo vale.

3. La alteración de la tradicional estabilidad de la ciudad se empezó a producir a mediados del siglo pasado gracias al mecanismo de crecimiento denominado comúnmente “ciudad liberal”. Según dicho mecanismo, la calle y la parcela se independizan de las tipologías y se asocian al dinero, esto es, a unas rentas diferenciales que marcarán de ahora en adelante su destino: todo tiene un precio. El “ensanche” es el prototipo de este modelo urbano: una trama abstracta en la que el juego económico encuentre las menores dificultades de movimiento.
A pesar de las transformaciones que las administraciones públicas han ido introduciendo en el citado mecanismo: ciudad postliberal, ciudad postliberal corregida, ciudad postliberal recorregida (vease Benévolo, La ciudad y el arquitecto, ed. Paidos Estética), el modelo liberal no sólo no se ha visto alterado sino incluso, en esencia, se ha afianzado: sólo los grupos de poder, sólo los detentadores del dinero son los que pueden intervenir en el campo de juego económico en que se ha convertido la ciudad.
Una propuesta global y alternativa al modelo de ciudad liberal surgida entre las dos grandes guerras, llamada “la ciudad moderna”, fue rápidamente aniquilada y deglutida por los agentes del modelo liberal, de manera que ciertos elementos de dicha propuesta tales como el bloque abierto o las circulaciones diferenciadas, perdidos sus contenidos revolucionarios, son hoy ya nuevos elementos de dislocación de la ciudad histórica en manos de tales agentes.

4. Es en la ciudad liberal y sucesivas cuando crece espectacularmente el interés por los monumentos. La mutabilidad de todos y cada uno de los elementos urbanos por motivos lucrativos, relanza la importancia de los monumentos históricos, no sólo como contrapunto formal de los desastres que luego han de venir, sino también como coartada para legitimar las fechorías propias del modelo.

5. Al igual que en el París que remodeló Haussmann, los cascos antiguos siguen siendo hoy en día los únicos reductos en los que el poder y el dinero (en el caso de París las fuerzas del orden burguesas) no pueden facilmente entrar. No sólo la estrechez de la trama viaria sino, sobre todo, la parcelación a escala humana, a escala de “casas”, se lo impiden.
De todos modos, nuestro Excmo. Ayuntamiento, con el apoyo logístico de la Autonomía y del IPPV, va a conseguir pronto entrar a saco y destrozar el de Logroño: disfrazados de rejas, balcones, ventanitas y parcelas torcidas, y amparados por el nombre de un arquitecto de postín, don Rafael Moneo, pretenden construir de un sólo golpe en su interior nada menos que 116 viviendas juntas. ¡Chapeau!.

6. Atentados y salvajadas al margen lo normal es que los agentes del dinero o del poder, incapaces de penetrar en el casco histórico, inventen otras estrategias: por ejemplo, declararlo todo él monumento. Se matan así dos pájaros de un tiro: 1) mediante unas complicadas y asfixiantes ordenanzas formalistas se le va quitando toda su vitalidad interna en materia de construcción; y 2) el tener un casco histórico monumental es el mejor justificante para que los agentes del modelo liberal puedan seguir haciendo de las suyas en el resto de la ciudad. Sólo es cuestión de escala. Listos que son ¿eh?

7. Por ello, y frente a todo ello, y a pesar de todo ello, propongo luchar por salvar los cascos antiguos (y el nuestro en particular). No porque sean bellos o porque sean históricos sino porque indican y expresan una posible transformación futura de toda la ciudad en la que malvivimos, porque representan el modelo alternativo a la ciudad liberal o postliberal de la burocracia y el dinero. Porque son, al fin, la ciudad como marco estable: pues sólo desde la permanencia de su trama, de sus tipologías arquitectónicas, de sus relaciones vecinales, desde la permanencia de sus monumentos (suyos propios y no del resto de la ciudad) y de sus usos habituales (Colegios de Arquitectos, Federaciones de Deporte, Parlamentos, Museos, Archivos, Bibliotecas ¡que se vayan a otra parte!, a su ciudad, si es que así puede llamársele), sólo desde estas permanencias, -digo-, será posible de nuevo la ciudad: los hombres seremos sustituidos por otros hombres, las casas sustituidas por otras casas, incluso los monumentos sustituidos por otros monumentos (¿no fueron acaso las actuales catedrales construidas sobre el solar de otras anteriores no menos hermosas?), pero la ciudad permanecerá. Y con ella la estabilidad, la seguridad, la posibilidad de entendimiento.

martes, 16 de enero de 2007

CARRIL BICI


(Publicado en La Rioja del Lunes en marzo de 1992)

El dinero va al poder como las moscas a la miel. Ya sea pez gordo o banco de sardinas, el dinero necesita espacio generoso para fluir y el poder, como es sabido, es manga ancha.
La recíproca es cierta cuando el gobernante es malo. La diferencia entre el buen gobernante y el malo es la avidez de dinero que presenta este último. El buen alcalde administra lo que tiene. El mal alcalde cree que el éxito de su gestión depende de la cantidad de dinero que mueva.
Así las cosas, el Ayuntamiento de esta ciudad es como una enorme ballena (mirénle si no la fachada: grandes dientes/ballenas verticales y una puerta/garganta chiquitita) que no cesa de tragar sardinas. En los últimos meses las noticias más relevantes que ha producido han sido las de sus nuevas capturas: impuesto de actividades económicas y terrazas de los bares. Aunque a veces, más que como una ballena actúa como el lobo salvaje, que de una tacada quiere asegurarse el sustento para todo el invierno: subastas de solares (disparando los precios del suelo, dicho sea de paso), concesión de Hipermercado, proyectos de galerías comerciales, etc.
Lo que ocurre luego es que a los malos gobernantes las indigestiones de dinero les producen pesadillas faraónicas: Trenes de Alta Velocidad, Olimpiadas, Capitales Culturales, Exposiciones Universales o Parques de las Naciones; obras tan grandes que siempre cuestan miles de millones más de lo presupuestado, de manera que las deudas que con ellas se contraen generan nuevas pesadillas.
A su escala, Logroño ciudad tiene varias, a saber, el interminable Parque del Ebro, el pozo sin fondo llamado Casco Antiguo, los scalextric de la circunvalación, las macropiscinas de Las Norias, el nuevo Campo de Fútbol, el Polideportivo, la Universidad, los adoquinados de las plazas o el Edificio Multiconsejerías. (Si este rotativo tiene a bien seguir acogiendo mi opinión prometo contarles, además, que las obras faraónicas del dinero y del poder sólo crean espacios torpes, fríos, sucios, duros y carentes de vida.)
A lo que vamos: si Vds. recuerdan, el triunvirato Sainz-Salarrullana-Alvarez (PSOE-CDS-IU) prometió en su campaña electoral, cada uno por su cuenta, el carril bici. La prensa gráfica llegó a publicar entonces una fotografía que hoy se podría titular muy bien “cinismo”: el alcalde con su secretario personal circulando en bici por la ciudad en compañía de sus hijos.
Mas, a la vista de ese modo de gobernar de Sainz-Salarrullana-Alvarez es fácil que cuando piensen en el carril bici se imaginen pasos a distintos niveles, asfaltos de colores, bordillos especiales, semáforos individualizados, señales de tráfico (muuuchas señales de tráfico) etc. etc. O sea, dinero. Dinero. Muuucho dinero. Y claro, empeñados como están en pagar las obras faraónicas del pasado, del presente y del futuro, no llega. Imposible. Hacer el carril bici en Logroño, dicen ahora, sería un lujo.
Curioso lujo, sí, el de los chinos. El de no contaminar, no gastar combustible, no hacer ruido, no provocar accidentes mortales, tomar el aire, saludar al que pasa, llegar antes y no ocupar apenas espacio en la calle.
Pues bien, lo que aquí se quiere decir con todo esto del dinero y del mal gobernar es que el carril bici que demanda la bici y que es coherente con el espíritu de la bici, no es el de los asfaltos de colores y de los semáforos ortopédicos sino el de una simple rayita blanca que de tanto en tanto insinúe protección y esté regulada por una simple ordenanza municipal. Y como complemento, un cursillito a los policías locales para que protejan a los ciclistas en vez de perseguirlos (de mi experiencia como ciclista en Logroño les contaré una jugosa anécdota: en cierta ocasión un policía me echó la bronca y me hizo bajar de la bici por transitar por la acera desierta del puente de piedra; inútil explicarle que lo hacía para no entorpecer el tráfico de vehículos de una calzada en la que, por caber sólo un coche, los automóviles tendrían que adecuar su velocidad a la de mi bici al no poderme adelantar; inútil explicarle que en Europa las aceras desiertas se usan como carril bici). A eso me refiero con lo del cursillito.
Por otro lado, la introducción de la bicicleta en la ciudad es un argumento excelente par peatonalizar calles. Recientemente se ha explicado cómo Estrasburgo o Munich han podido cerrar al tráfico sus centros gracias al generalizado uso de las bicicletas. Y aún más: el carril bici es también una extraordinaria disculpa para reconvertir las calles acabando con su uso prioritario como aparcamientos. Aunque aquí, claro, chocaremos bien con Salarrullana y su asesor Dorado que aún van en dirección contraria intentando sacar más rendimiento a las calles como garajes, o bien con el triunvirato en pleno, que están convirtiendo todo el aparcamiento en superficie de Logroño en otro pingüe negocio municipal con las zonas azules.
La rayita de pintura, la ordenanza, el cursillo a los policías municipales, la peatonalización de calles y la eliminación de algunas bandas de aparcamientos no cuesta más de cuatro perras. El carril bici, por tanto, no es un lujo.
Lo que sí parece ser un lujo para esta ciudad es tener unos gobernantes bien distintos de Sainz, Salarrullana y Alvarez. Unos gobernantes con más imaginación y menos afición a mover el dinero.

EL MEDIO AMBIENTE Y SUS ENEMIGOS


(Publicado en un cuadernillo sobre medio ambiente del periódico La Rioja del Lunes en mayo de 1990)

“Camino: franja de tierra por la que se va a pie. La carretera se diferencia del camino no sólo porque por ella se va en coche, sino porque no es más que una línea que une un punto a otro. El camino es un elogio del espacio. Cada tramo del camino tiene sentido en sí mismo y nos invita a detenernos. La carretera es la victoriosa desvalorización del espacio, que gracias a ella no es hoy más que un simple obstáculo para el movimiento y una pérdida de tiempo”

1. Esta es la definición más exacta de lo que hoy entendemos por entorno, territorio o “medio ambiente”: un simple obstáculo para el movimiento humano en automóvil o para la movilidad en general.
Hasta no hace más de veinte años, buena parte del pensamiento urbano planteaba aún sus análisis a partir de la existencia de dos principios opuestos que se dialectizaban, la ciudad y el campo (el esquema subsite en el planteamiento Norte-Sur). Textos como El dominio urbano ilocal de Melvin M. Webber, publicados a finales de los sesenta, acabaron con la hipótesis de dos espacios contrapuestos; los medios de comunicación los estaban ya entonces confundiendo. Se da el caso –argumentaba Webber– de gente que mantiene estrechas relaciones con personas que viven incluso en otros continentes, mientras que ignoran a su vecino de escalera. Igualmente, cada día, la televisión nos conmociona con desgracias situadas a miles de kilómetros, alejándonos de las miserias que existen a la vuelta de la esquina.
Estas ideas nos aproximan a entender el fenómeno de nuestro “dominguero” que ha transformado la vieja costumbre del “paseo por el campo”, en un traslado de ida y vuelta en automóvil desde la ciudad hasta su refugio vallado. La ciudad aparece como un gran almacén de coches guardados entre semana: “Los coches, que han llenado las calles, redujeron las aceras en las que se amontonan los peatones. Cuando quieren mirarse unos a otros, ven los coches al fondo, cuando quieren mirar la casa de enfrente, ven los coches en primer plano; no existe un sólo ángulo desde el que delante, detrás, al costado, no se vean coches. Los coches han hecho que la antigua belleza de las ciudades se vuelva invisible..., los coches han causado ¡el eclipse de las catedrales!”. Pero si miramos fuera de la ciudad, es posible que las vallas tampoco nos dejen ver el campo.

2. A finales de los años sesenta empezó en este país un lucha singular por defender el patrimonio arquitectónico frente al proceso de derribo y sustitución. Confieso que luché al principio por esa causa, quizás porque la veía utópica, descabellada y perdida.
Veinte años después contemplo con tristeza que desde los elementos más asociales de la ciudad hasta el alcalde y su corte, pasando por toda la gente bienpensante, todos, absolutamente, todos defienden a capa y espada el “patrimonio arquitectónico heredado” como si en ello les fuera la vida (aprovecho para saludar al alcalde que me estará mirando). Repintar la mugre se llama lo que está sucediendo. Ignoran que el repintado y las restauraciones ¡también eclipsan las catedrales!. Nunca entenderán que los monumentos del espíritu no son rehabilitables.

3. La lucha es la respuesta a una desazón. La primera fase de la lucha es localizar al enemigo. La segunda, combatirlo y si es posible, aniquilarlo.
En la lucha por el “medio ambiente” aún no ha sido localizado convenientemente el enemigo, pero hay tanta desazón que todos parecemos sospechosos. Casi toda la mugre está ya repintada y el medio ambiente parece que no se arregla. Mucho me temo entonces que la emprendamos únicamente contra los automóviles.
El profesor Avenarius (que gastaba Mercedes), hacía footing nocturno por las calles de París armado con un gran cuchillo de cocina, con el que de tanto en tanto rajaba las ruedas de los vehículos aparcados. Kundera, creador de este personaje y de las citas anteriormente transcritas en cursiva, apunta en su última novela, La inmortalidad, hacia ese pensamiento emergente que señala a los automóviles como los grandes enemigos del medio ambiente.
La política de las instituciones respecto al automóvil es hoy completamente absurda e insensata, pero las propuestas de los ecologistas y afines me dan tanto miedo que, por mi parte, pienso ser más prudente en esta nueva causa.

jueves, 11 de enero de 2007

LUGAR, CIUDAD Y TRANSPORTES. EL CASO DE LOGROÑO


(Publicado en la revista Archipiélago nº 18-19, invierno de 1994)

Como Palencia, como Zaragoza, Albacete, Ciudad Real, Castellón, Las Palmas de Gran Canaria, Valladolid o tantas y tantas ciudades españolas, Logroño es una ciudad eminentemente fea. Toda aquella construcción humana que no establece un diálogo con el paisaje acaba por tener un rostro chulesco y estúpido. La ciudad, en general, es una construcción humana que rara vez establece un diálogo con el paisaje, así que de la fealdad sólo se libran aquellas ciudades que, por estar construidas junto a un accidente geográfico tan difícil de ignorar como un monte, una playa, un acantilado o un río navegable, han debido aceptar el diálogo con él.

El lugar Logroño (375 m de altitud) está formado por cuatro elementos (no cuento de momento el cielo): (1) una planicie semiseca irrigada en parte por el río Iregua; (2) situada en un circo de tesos arcillosos de aspecto desolador, llamados El Corvo, Cantabria, La Plana, La Pila, Paterna y Caracocha (¡vaya nombrecitos!) en un diámetro de seis a diez kilómetros y que sobresalen de la planicie no más de doscientos metros; (3) cruzada lateralmente por el caudaloso e irregular río Ebro; (4) e inmersa finalmente entre dos bandas montañosas situadas a Norte y a Sur, a no más de veinte kilómetros, con alturas de hasta 1.400 metros. Las montañas del Norte tienen formas hermosas y bien definidas por sus roquedos calizos, Peña del Castillo, el León Dormido, Codés (o Yoar); mientras que las del Sur son más romas y oscuras, Moncalvillo, Serrezuela, Camero Viejo y Cabi-Monteros.

La ciudad Logroño nació con el puente de piedra sobre el río Ebro dando paso y estación al Camino de Santiago. Desde el principio, las ciudades quieren dialogar más con otras ciudades que con su propio lugar, por lo que al lugar y a la ciudad hay que añadirles en el mapa o en la descripción, casi de un modo inmediato, una red de sendas y caminos. Durante siglos, sin embargo, estas sendas y caminos que enlazaban unas ciudades con otras no se diferenciaban apenas de aquellas sendas y caminos que relacionaban la ciudad con su lugar: canales de ida y vuelta que irrigaban el territorio de un modo casi imperceptible y estático como en el sistema fisiológico de un ser monocelular.

El sistema de correo del siglo XVIII –extraído por F. Abad del catastro del Marqués de la Ensenada– es quizás el último esquema de relaciones interurbanas que, aun siendo ajeno a las condiciones del lugar, no lo perturban lo más mínimo. Seis hombres eran los encargados de comunicar Logroño con cinco estaciones/estafetas al ritmo del paso de las mulas, fundidos en la conversación con quienes iban o volvían de la ciudad al campo circundante.

La destrucción de este microcosmos comienza en las postrimerías del siglo de las luces cuando se funda la Real Sociedad Riojana, luego convertida en Amigos del País, con la misión de construir carreteras, o más bien carretera, pues todos sus esfuerzos se centraron en el eje Alfaro-Calahorra-Logroño-Pancorbo-Santander. El lema que figura en el escudo de esta Real Sociedad, Prosperarás extrayendo, resulta, dos siglos después, verdaderamente sobrecogedor: que el Progreso vaya íntimamente ligado a la acción de esquilmar no es algo que hayamos descubierto los ecologistas en los fines de la modernidad; ¡estaba inscrito en la propia propuesta del Progreso!

La velocidad con que progresa el Progreso es, además, fascinante: en 1831 ya están construidos todos los puentes sobre los ríos; están plantados los árboles que van a dar sombra a la carretera, están levantadas las casas de los peones camineros que trabajarán en su mantenimiento, funciona el sistema de aranceles de peaje, han nacido los servicios de diligencias (estudiados hace un par de años por Santos Madrazo) y ya, una nueva y más potente Administración Central arrincona a la Sociedad Económica de Amigos del País haciéndose cargo de las carreteras hacia el Sur (Soria) y el Norte (Pamplona). Pues bien, una vez construido todo este mundo periférico al lugar de la ciudad, no han pasado ni treinta años cuando se inaugura el tramo del ferrocarril Bilbao-Tudela, con estación en Logroño. Y por si fuera poca la velocidad del Progreso, otros treinta años después, ya a finales de siglo, cuando las diligencias de Garrido, Preciado, Pavía y Marqués agonizan por culpa del ferrocarril, el recambio está preparado: el 3 de diciembre de 1895 se matricula el primer automóvil en Logroño, un Richard-Brassier de 20 h.p., y el 16 de noviembre de 1905 se expide el primer carnet de conducir.

Las convulsiones sociales que siguen a tales cataclismos ralentizan las obras del Progreso durante medio siglo pero, en cambio, se pueden advertir ya sus consecuencias: en 1900, Logroño no llegaba a los veinte mil habitantes; en 1950, cuando todavía había mulas por sus calles y árboles en las carreteras periféricas, sus habitantes eran más de 50.000. Este Logroño en crecimiento empezó a sentirse encorsetado por el río y la vía del tren. Sagasta le había regalado un segundo puente antes de cambiar de siglo, pero la ciudad apenas hizo uso de él. Para seguir creciendo, Logroño prefirió trasladar la vía del tren, empresa que consiguió en 1960. A partir de entonces todas las cifras se dispararon, y treinta años después, cuando ya no hay ni una carretera con árboles ni peones camineros, y las mulas son vistas por los niños locales con tanta curiosidad como los elefantes, Logroño tiene autovía de circunvalación, autopista de peaje, y más de 120.000 habitantes con 40.000 automóviles (llamados en el censo turismos ), 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses. Toda una potencia del movimiento y el transporte.

Y todo ello, claro está, metido en la misma explanada de seis kilómetros de diámetro definida por el monte Corvo, el Caracocha, la Pila, la Plana y Cantabria. Todo ello, digo, observado igualmente desde veinte kilómetros por el León Dormido, el Codés o el Serrezuela. La planicie irrigada por el río Iregua ha desaparecido fagocitada por las construcciones y al río Ebro debería llamársele más bien, cloaca Ebro. En fin, ni el cielo, ese quinto elemento sobre el que aún no he hablado, parece ser el mismo, pues suele estar surcado de estelas de aviones y, al decir de todos, ni da nieve ni tanta agua como antes.


Tamaño y transportes

Ciento veinte mil habitantes, dirán algunos, no es gran cosa comparados con los millones de las grandes conurbaciones del mundo, pero esa no es la cuestión. La magnitud de una ciudad ha de ser considerada en función de otros elementos, tales como el paisaje. Luis Diez del Corral, por ejemplo, señalaba (Del Viejo al Nuevo Mundo) que el escenario grandioso de la desembocadura del Hudson ya sugiere una ciudad del tamaño de Nueva York; la presencia de un peñón como el Pan de Azúcar es también capaz, en el caso de Río de Janeiro, de compensar los desvaríos de su anárquico urbanismo, etc. El tamaño de una ciudad es a su vez función de su relación con el territorio (más allá del lugar) y con un sistema de ciudades. En ese sentido, las demarcaciones políticas provinciales han desequilibrado el territorio potenciando la capital, cuyo tamaño ha sido también regulado por la hegemonía o el declive de otras ciudades cercanas. Por último, las posibilidades de capitalidad o de crecimiento de una ciudad están en función de la capacidad de su estructura interna, función a su vez de una topografía favorable o de una cuadrícula bien pensada.

La cuestión central en el tamaño de las ciudades radica en la analogía orgánica, es decir, en resolver la cuestión del límite que para otros organismos ya investigara el propio Leonardo da Vinci: es preciso preguntarse siempre cuándo una ciudad deja de ser un organismo estructurado para convertirse en un cáncer. Rara vez se ha planteado esta cuestión en materia de ciudades. El caso de Hilversum, en Holanda, puede ser una excepción. Dudok, su célebre arquitecto de la primera mitad del siglo, puso un límite a su crecimiento en cien mil habitantes dentro de un diámetro de 6 kilómetros, pero no explicó el por qué. Arturo Soria pensó en ciudades lineales ilimitadas en longitud, pero no en anchura, porque se articulaban sobre la columna vertebral del ferrocarril. La Escuela de Chicago se planteó que cuando una ciudad crece en mancha de aceite sobre un centro, llega un momento en que ese centro no soporta la presión de la ciudad y aparece una segunda corona de centros. Un límite geográfico o administrativo, los transportes públicos y el centro, son los elementos vertebradores de la ciudad como organismo. Ahora bien, ¿cuándo ese organismo degenera en un cáncer?. Mi diagnóstico es muy sencillo: cuando, gracias a la movilidad individual que proporciona el automóvil privado, el teléfono y los medios de comunicación en general, el centro, la estructura o los límites pierden su sentido. El proceso de autodestrucción de las ciudades abriendo sus carnes al automóvil es constante y, hasta la fecha, imparable. Melvin V.Webber ya sugirió en los años sesenta que los medios de comunicación privados iban a conseguir la ilocalidad absoluta. Las ciudades, en este final de siglo y de milenio, ya parecen estar todas disueltas en su territorio a través de las grandes arterias de transporte, y sólo quedan de ellas unos cascos históricos que los nostálgicos rehabilitan enfebrecidos creyendo que así van a salvar la ciudad.

Pero volvamos a Logroño y analicemos en ella las cuestiones de centro, de los límites y del transporte público. Ciento veinte mil habitantes se hallan hoy metidos en un lugar con forma de huevo cuyo eje mayor es de tres kilómetros y el eje menor no llega a dos. Tamaña densidad se soporta por la expulsión de los talleres a las zonas periféricas (polígonos industriales), por la creación de barrios marginales de vivienda barata fuera del perímetro de la ciudad (Yagüe, Varea, La Estrella) y por la reciente aparición de un sector de viviendas adosadas de una nueva clase media suburbana (Lardero-carretera de Soria y Villamediana).

De las cuatro líneas de autobús que hoy existen en Logroño –único y raquítico sistema de transporte público– tres de ellas nacen para enlazar esos barrios exteriores con la ciudad: Línea 1, Centro de Logroño-Lardero; línea 2,Yagüe-Centro-Varea; y línea 3, Centro-La Estrella. Las zonas industriales carecen de servicio público de transporte: los polígonos industriales de Cantabria, La Portalada o Cascajos funcionan con transporte particular o con autobuses contratados puntualmente por las empresas de gran número de obreros. Sólo el polígono San Lázaro se beneficia de la línea Yagüe-Varea por haberse incrustado en la carretera de enlace entre Yagüe y Logroño. Y para concluir con el triste panorama del transporte público a los centros de trabajo industrial, diremos que hace cosa de veinte años, a algún iluminado se le ocurrió hacer un gigantesco polígono (El Sequero) a más de doce kilómetros de distancia de la ciudad. Se instalaron allí algunas grandes empresas (Tabacalera) que funcionan con autobuses propios, mientras que en el resto del polígono semivacío los años han transcurrido lentamente entre escombros, malas hierbas y unas calles urbanizadas en las que las farolas se pudrían lentamente.

Por lo demás, el automóvil privado, sobre todo en forma de furgonetilla o tractor y remolque, ha resultado ser –admitámoslo– el medio más eficaz y probablemente insustituible para el traslado de los ciudadanos al campo circundante a realizar sus tareas agrícolas. No hay que olvidar que en Logroño sigue habiendo una cierta población agrícola que trabaja en las huertas de El Cortijo, del Iregua y de Varea, o en las viñas situadas en torno a sus tesos arcillosos. El tractor o la furgonetilla ha sustituido ventajosamente al carro y al burro sin causar apenas daños en ese territorio. Las bicis, sin embargo, nunca fueron muy utilizadas para ir al campo por el mal estado de los caminos y el necesario acarreo de pesos.

Pero vayamos ya con el problema del almacenaje de ese imponente parque móvil que describíamos más arriba. Según datos ofrecidos por el Ayuntamiento (que acaba de hacer un “exhaustivo” estudio del problema de aparcamiento en la ciudad), los 40.000 turismos, 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses duermen en 17.000 plazas de aparcamiento contabilizadas en las calles y en 13.000 plazas de aparcamiento específicas situadas fuera de la vía pública. Las cuentas, desde luego, no le cuadran: como las plazas contabilizadas son sólo de turismos, el Ayuntamiento no tiene ni idea de dónde paran los restantes 10.000 turismos, 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses, por no hablar ya de los tractores y sus remolques, que ni siquiera están en el censo.

Otro “estudio” sobre el tráfico ciclopeatonal (todo Ayuntamiento incompetente suele padecer fiebre de encargar estudios) confirma que sólo cuatro chalados van en bici por la ciudad, pero estima (sin decir en qué se basa la estimación) que en Logroño habrá unas treinta mil bicicletas metidas en las casas, ocupando los pasillos, las terrazas o los trasteros y pudriéndose, digo yo, como las farolas del polígono de El Sequero. Restos de promesas de las campañas electorales sobre las bicicletas pueden verse en los lugares más variopintos (por ejemplo a las puertas del Gobierno Civil en pleno centro de la ciudad): son unos extraños artilugios metálicos que dicen ser “aparcamientos para bicis”. También se oxidan en soledad.

En una ciudad tan pequeña, tres kilómetros de largo por dos de ancho, y con cruces por término medio cada cincuenta metros, la velocidad de los automóviles tendría que ser necesariamente lenta. Sin embargo, como se sabe, últimamente los coches se anuncian no ya por su velocidad punta sino por la aceleración de 0 a 100 km por hora y por la perfección de sus frenos ABS que impiden los derrapes. Si a esto añadimos el singular invento del semáforo, que permite de vez en cuando atravesar algún cruce sin parar, resulta que la circulación de vehículos deviene ruidosa y peligrosa: un informe de la policía urbana referente al tráfico interior de la ciudad de Logroño en 1993 da la cifra de 10 muertos y 400 heridos por los, así llamados, “accidentes” de tráfico.

La velocidad máxima permitida en el interior del casco urbano es de cincuenta kilómetros por hora, velocidad que permitiría cruzar Logroño de punta a punta diez veces en una hora; velocidad más que suficiente también para matar a cualquier peatón o ciclista en un descuido; y velocidad, sin embargo, que parece ser insuficiente para la mayoría de los impacientes conductores. Consecuencia inmediata del peligro que entraña la circulación de los automóviles es la triste ausencia de niños en las calles moviéndose por su cuenta.

Estos datos sobre transporte son suficientes para empezar a hacernos algunas preguntas y, en su caso, aventurarnos a dar algunas respuestas, no sin antes recordar que del problema del tráfico es consciente todo el mundo, incluso hasta los más tontos de nuestros gobernantes, pero que, sin embargo, cuando se les pregunta por sus soluciones, algunos, como el actual alcalde de Logroño, lo más inteligente que se les ocurre decir es que la solución llegará cuando el colapso sea total...(!?), como si la muerte de un sólo peatón atropellado, la humareda de un autobús ante un paso atestado de peatones o la presencia de 17.000 coches aparcados en las calles no fueran para ellos suficiente colapso.


Perspectivas urbanas

La fiebre de la movilidad en el hombre contemporáneo es tal que que para curarla a fondo sería preciso toda una revolución cultural y no esas mentecatas campañas publicitarias de los gobernantes con mala conciencia de “use el transporte público” que no sirven para nada. Una revolución cultural como la china, con campos de reeducación y todo eso, en los que a los ciudadanos no convictos se les hiciera abdicar por las malas de su ansiedad de movilidad. Una revolución cultural fundada en la verdad de que ese ir de un lado para otro no es sino una enfermedad llamada locura que consiste en creer que podemos dominar el mundo y estar en todas partes, e incluso acceder a un más allá; una locura fatal que ocasiona siempre la huida del aquí/ahora y la horrible ceguera ante el ser de las cosas, el ser del mundo y el ser del hombre. Todo moverse es una estupidez, o como más elegantemente señalaban los eleatas, una ilusión. Desmontar el mundo de la movilidad, hacer que cada cual vuelva a estar en su sitio, es una tarea inmensa pero también irrenunciable ante el ocaso de occidente y del mundo, ya avistado por los filósofos más lúcidos y los contables más honestos.

El proyecto, sin embargo, no puede llevar el nombre de revolución, pues contendría una evidente contradicción: la revolución es una vuelta más hacia delante. En todo caso debería llamarse involución, una vuelta hacia atrás o hacia dentro. Ahora bien, toda vuelta hacia atrás debe sortear el gravísimo riesgo de la nostalgia, ése en el que caen todos como moscas. La inocencia es un bien que no debe ni puede ser recuperado. Así que la eliminación de la movilidad, incluso aquella que trata de recuperar situaciones pasadas, nos lleva a plantearnos otras cuestiones como ¿cuál es el sitio de cada cual?, o ¿cómo volverá cada cual a encontrar su sitio?

Echemos un vistazo a esos campos agrícolas magníficamente labrados por las máquinas y casi absolutamente desiertos de gentes. Ahí estaban no hace cincuenta años todos aquellos que ahora se aprietan a vociferar en los estadios de fútbol o corren de un lado para otro por carreteras y autopistas. Pero echemos también un vistazo a los periódicos: seguro que un día sí y otro también nos traen la noticia del reajuste de personal de una fábrica (incluso las de automóviles ¡aahhh!), volviendo a dejar a los viejos campesinos, y ahora usuarios del estadio o la autopista, otra vez descolocados. El problema de esa gente no es que les quiten el coche para ir por la autopista hacia el estadio (razón por la que mayoritariamente ellos suelen protestar), sino que con la nueva descolocación se les plantea otra vez, con toda su crudeza, la búsqueda de su sitio en el mundo. Cerrados los campos por unas máquinas que cultivan mucho mejor que ellos con sus mulas, y expulsados de las fábricas que producen mucho mejor con sus robots que con sus manos y martillos, ¿dónde se meten?

Llamamos burocracia y servicios a los refugios que ofrece el siglo a los expulsados del campo y de las fábricas. Así, los sucesivos reequilibrios del mundo pasan por reajustar periódicamente la relación entre campo, industria, burocracia y servicios. Un crecimiento excesivo de la burocracia y servicios ahogando a campo e industria hasta el resuello, como ocurrió en la URSS la pasada década o como el que puso fin a la felicidad sueca, puede dar al traste con el sistema. Aquí, en este país llamado España, de vez en cuando suele salir algún ministro con la alarma: “de seguir ahogando a los sectores productivos, a medio plazo nos quedamos sin pensiones”.

Pues bien, una política sensata de transportes ha de tener en cuenta estas cuestiones principales y no sólo veleidades románticas por bicis y trenes. El asco que siente uno hacia ese mazacote de edificios en que se ha convertido Logroño en estos últimos ochenta años, lo es menos si se piensa que la ciudad no es ya la antigua sede de las gentes que trabajan en el campo, ni el posterior asentamiento de las élites que lo controlaban, ni tan siquiera el conjunto de barriadas de las masas que trabajaban en la industria, sino que es hoy ya el refugio de las masas que han sido expulsadas del campo y de la industria. La ciudad –hagámosnos a la idea– nunca volverá a ser campechana, ni nobiliaria o clerical, ni bella y burguesa; porque desde hace algún tiempo no es otra cosa que un gigantesco albergue de jubilados, una monstruosa oficina y un nutrido dispensario.

En una primera fase urbana, a todos esos jubilados, oficinistas y reparadores de cosas y gentes se les ha ocultado su condición dándoles un automóvil para que se muevan. La primera tarea cultural es, por lo tanto, advertirles del engaño; la segunda, señalarles que por mucho que se muevan con su automóvil no hay ya ningún sitio al que valga la pena ir; y tercera –una vez asumido que la ciudad no es más que lo señalado más arriba–, replantearnos los sistemas de movilidad urbana.

Para volver a unir la ciudad al lugar, esto es, para empezar a hacer de la ciudad un lugar, y para devolver a cada cual a su sitio, es preciso que el sistema de transporte entre ciudades sea exclusivamente público, que el sistema de transporte en la ciudad se realice mediante tranvías, bicis, vehículos lentos o andando, y que sólo el transporte de pesos entre el campo y la ciudad o entre distintos sectores de la ciudad se efectúe mediante automóviles que circulen a velocidades de tractor.

El primer problema que surge a este modelo de movilidad urbana es el siguiente: puesto que desde hace unas décadas las ciudades dejaron de ser un lugar hermoso donde estar, durante los últimos años los ciudadanos, al identificar la ciudad con el trabajo, el albergue o la prisión, decidieron huir masivamente cada fin de semana, cada puente o periodo de vacaciones. Recordemos que en cuanto la ciudad dejó de ser lo que era se le regaló a cada habitante un coche para poder huir de ella temporalmente. Ese coche fue asociado no a la movilidad del Progreso sino al tiempo de permiso concedido (ocio), razón por la que muy acertadamente se le denomina en las estadísticas como turismo. El impresionante impulso del Progreso colectivo tuvo su continuidad en la transferencia de la movilidad a los individuos, y así, las convulsiones sociales del pasado siglo y la primera mitad de éste han dado paso a un hombre individual en permanente convulsión, a un hombre poseso de movilidad. Y mientras antes, el que se movía no salía en la foto, ahora sólo hay fotos para aquél que se mueve permanentemente de un lado para otro, como los turistas, los deportistas o el ministro de asuntos exteriores. La gente está deseosa de vacaciones no para dejar de trabajar estando en su lugar, sino para volver a trabajar en algo moviéndose lo más posible de un sitio para otro y salir así en la foto del grupo de esquiadores o de beduinos por un día, que les confirme que están vivos.

A tanto loco suelto, desde luego, no se le puede quitar el automóvil de la noche a la mañana o cerrarle el surtidor de gasolina: sólo hay que ver cómo se puso occidente cuando le secuestraron a Kuwait. Una política sensata de reducción de la movilidad individual en el así llamado tiempo libre, ha de proceder con cautela. Los actuales políticos creen que a base de televisión y de espectáculos deportivos podría reducirse el número de bajas y de heridos del fin de semana, pero esas dos locuras son insuficientes para bloquear el frenesí de movilidad y hasta es más que probable que produzcan efectos de sentido contrario: después de cinco horas de televisión, probar la aceleración del auto es una tentación insuperable. Otros políticos más retrasados creen que la solución está en organizar más actos culturales los fines de semana (ahora los conciertos y las óperas no pasan del viernes), o incluso en campañas publicitarias: el Ayuntamiento de Logroño, viendo que se quedaba sin gente en su fiestas patronales de junio llegó a difundir un espantoso ripio que decía Quedaté en San Bernabé. Al menos en una primera fase, un verdadero tratamiento de shock implica oponer a la locura de la movilidad una locura de igual intensidad, y esa no puede ser (a mí no se me ocurre otra de momento) más que la locura de las compras. Durante este último año se ha debatido en toda Europa la posibilidad de abrir las tiendas los sábados y los domingos, creando así la posibilidad de volcar a la ciudad sobre sí misma los fines de semana. Ni que decir tiene que los sindicatos, verdaderos guardianes del desorden establecido, se han opuesto radicalmente a la medida y han obligado a cerrar, de momento, a aquellos establecimientos que tímidamente empezaban a abrir sus puertas en los días sagrados. Que yo recuerde (es un ejemplo), en mi viejo pueblo, aquel en el que la gente aún estaba en su sitio, las tiendas estaban siempre abiertas, fuera en Viernes Santo o en Navidad.

Ahora bien, conscientes de que la ciudad es sólo un masivo albergue, una siniestra oficina o un sucio taller de reparación/restauración (como se le llama últimamente al comer fuera de casa), buena parte de los logroñeses, los españoles y los occidentales todos han emprendido en las últimas décadas la tarea de construirse el hogar de verdad en el campo, la playa, el pueblo, el monte y hasta en las orillas de un vertedero, de manera que aceptan vivir cinco días en la ciudad de las pesadillas a cambio de un permisillo de salida de dos días a la casa de sus sueños. La ubicuidad de tales casas es hija, por supuesto, del automóvil de la libertad, así que a primera vista parece imposible resolver la accesibilidad a tantos sitios con transporte público. Una mala película española protagonizada por Alfredo Landa y un primo mío, proponía acertadamente quemar esas casas de los sueños porque no hacían sino aumentar las pesadillas urbanas. Pero ese método revolucionario no es prudente. Vistas con cierta imparcialidad, hay que convenir que la mayor parte de esas casas estacionales son una verdadera birria y un atentado al buen gusto, así que sólo se mantienen en pie porque han sido hechas por sus dueños a su imagen o semejanza, o aún peor, al gusto del arquitecto de turno. Siguiendo en la actual línea de degeneración de la especie (y de degradación de las ciudades) a nuestros hijos o a nuestros nietos esas casas les pueden parecer palacios, pero también cabe que una generación venidera más sensata que viva en unas ciudades más vivibles, las hiciera desaparecer hasta los cimientos para borrar ese manchón en el árbol genealógico.


Propuestas concretas

La primera medida a tomar ¡ya!, sin contemplaciones y ningún género de duda, es eliminar todos los vehículos privados actualmente aparcados en la calle, o sea, los diecisiete mil que tiene contabilizados el Ayuntamiento. Es una vergüenza, insostenible ni un día más, que la calle pública sea utilizada como almacén de propiedades particulares. Así que, teniendo en cuenta que cada uno de esos aparcamientos ocupa unos 10 m2 y que la superficie de maniobra para aparcar puede ser, echando por lo alto, de otros diez, con sólo treinta y cuatro hectáreas repartidas en media docena de aparcamientos de a 6 hectáreas cada uno, se crearían facilísimamente unos aparcamientos públicos en el extrarradio de la ciudad, liberando en ésta, para el uso de peatones y bicis, una superficie equivalente a 17 veces la plaza del Espolón; con la ventaja adicional de que la famosa segunda fila de aparcamiento se convertiría ahora en primera fila, facilitándose así las necesarias tareas de carga y descarga en la puerta de cada casa.

La segunda medida inmediata es prohibir que todo vehículo privado de tracción mecánica que circule por el interior de una ciudad lo haga a una velocidad superior a 20 km por hora, de manera que nunca puedan arrollar a un ciclista. A veinte kilómetros por hora se recorre Logroño de lado a lado en 6 minutos por su parte más corta, y en 10 minutos por su diámetro largo. Ya vale.

Como consecuencia de la limitación estricta de velocidad máxima y de una nueva norma de funcionamiento en los cruces que expondré a continuación, se eliminarán todos los semáforos de la ciudad, por resultar carísimos e inútiles: los semáforos sólo sirven para correr más y para dar más frenazos. La ley urbana que regulará los cruces de todo tipo de vehículos y bicicletas es la de que, llegados a un cruce en el que no haya rotonda (ese diseño que resuelve por sí sólo el problema) se funcione exactamente igual que si la hubiera, es decir, permitiendo el paso de quien hubiera llegado antes sin parar del todo el vehículo, y en caso de simultaneidad, permitiendo el paso del que llega por la derecha, bien entendido que sólo a un vehículo y no a toda la fila que venga detrás, porque el que viene detrás ha llegado al cruce más tarde de uno y ya no hay simultaneidad. La circulación resultará así mucho más fluida porque aunque se corre menos en el sentido actual de acelerones y frenazos, se estará siempre mucho menos tiempo en cada cruce, e incluso en los cruces que hubiera atasco, siempre estarámos moviéndonos poco a poco hacia delante, evitando esa tensión que surge cuando llevamos metidos en el coche un buen rato con el motor encendido y sin movernos un centímetro.

No se podría prescindir de la polícia de tráfico en una primera fase para controlar los excesos de velocidad y los incumplimientos de la norma universal en los cruces pero, en definitiva, no es a los policías a quienes compete ser severos con quienes por correr con un coche, atropellan, hieren o matan a otras personas. Es a las leyes y a los jueces a los que cabe tal responsabilidad. Las sentencias de la justicia española (e imagino que las de la occidental toda) sobre los homicidios cometidos por los automovilistas contra peatones, ciclistas o contra otros automovilistas, constituyen por sí mismas una de las mayores vergüenzas de nuestra época. Desde cierta perspectiva podría decirse que dichas sentencias provocan la sensación de que en las calles hay declarado como un estado de guerra que elimina la culpabilidad de quienes matan a otras personas en los, así llamados, accidentes de tráfico. Todo homicidio es estúpido y debe ser duramente castigado porque nunca jamás podrá justificarse, –de la misma manera que no puede justificarse la pena de muerte. Ahora bien, puestos a buscar justificación, los más injustificables serían aquellos que no tienen finalidad alguna, aquellos que se hacen gratuitamente y sin motivo, aquellos en los que el capricho de alguien por correr es capaz de hacerle ignorar la existencia en el camino de otras vidas humanas. Sólo unas sentencias elevadísimas, las más duras y humillantes que cabe, contra esos asesinos de automóvil sin móvil, acabarían de una vez y para siempre con esa plaga de los muertos y heridos por accidentes de tráfico, y a su vez –como es nuestra intención en estos momentos– con la velocidad de los coches en el interior de las ciudades.

La circulación de vehículos privados a velocidades bajas redundaría en beneficio del transporte público (tranvías de líneas independientes), ciclista y peatonal, con la irrupción en escena de nuevos tipos de automóviles menos ruidosos y contaminantes, como los eléctricos y los de energía solar. Una de las más claras contradicciones del vigente sistema de transporte en superficie es la que radica en utilizar el mismo vehículo para el transporte urbano y el interurbano. Que un camión de gran tonelaje, tan grande como un tren, pueda transitar por una callecita urbana, es tan lamentable como ridículo es que en trayectos urbanos se saquen medias de cuatro, cinco o seis kilómetros por hora en coches diseñados en un túnel de viento.

Está claro que Venecia, la ciudad más tranquila del mundo, la ciudad que más se parece a mi viejo pueblo, aquél en el que la gente estaba en su sitio, es el modelo a seguir. Los coches o los trenes amarran en un par de puertos situados en el extrarradio para que el fluir por sus calles no exceda de la velocidad que permiten sus aguas. La Naturaleza, que no los hombres (conocidos son los proyectos de cubrir algunos canales para meter por allí coches), ha puesto allí un límite de cuyo éxito no duda absolutamente nadie. Tranvías por vaporetos y coches solares por góndolas, Logroño, con unas pocas medidas sobre tráfico como las aquí apuntadas podría convertirse en una ciudad que diese ejemplo al mundo entero, una Venecia sobre tierra y sin humedad ni olor a alcantarilla, una Venecia sin el peso agobiante de su pasado artístico, una Venecia con la ventaja de incorporar las bicis, una ciudad para vivir sin peligros y sin complejos.

¿Más estudios costosos a consultings de ingeniería?, ¿invitaciones millonarias al, así llamado, mago del tráfico para que toque nuestra ciudad con su varita mágica?, ¿peatonalizaciones de algunas calles o carriles bicis en algunos trayectos para calmar la conciencia? ¡Que ingenuidad!, ¡que estupidez!. A partir de este número de Archipiélago, Logroño, o cualquier otra ciudad que quiera ser un digno lugar habitable de la postpostmodernidad, ya sabe lo que tiene que hacer. No hay disculpas. El destino está escrito y sólo cabe esperar que acontezca.

Así que mientras tanto, y para amenizar la espera, no estaría de más echar un ojeada al cielo de Logroño, ese quinto elemento del que, por cierto, apenas hemos hablado.