martes, 9 de enero de 2007

1984 O LA ERA DEL HOMBRE MOSQUITO


(Publicado en La Rioja del Lunes el 30 de marzo de 1992 y en Archipiélago nº 8)

Para la posteridad, Newton dijo que estaba debajo de un manzano cuando descubrió la ley de la gravedad. Cuando yo hice el descubrimiento que les voy a relatar, estaba en Ateuil, Paris, buscando el n. 96 de la rue la Fontaine. Era enero de 1991.
La calle, esa fue mi observación, la componen dos zonas: la calzada y las aceras. La calzada, a su vez, se subdivide en otras dos: una destinada a un ignominioso almacén de vehículos privados y otra, una zona tan peligrosa como un polígono de tiro, por donde pasan proyectiles y obuses (aunque un estratega militar de la última guerra diga que ya no se llaman así) de las más variadas marcas y calibres. Las aceras se subdividen igualmente en dos zonas: una destinada a albergar motos privadas, papeleras y señalizaciones varias, y otra totalmente intransitable por las cagadas de perro y las pisadas de ídem.
Esta observación complementa una anterior realizada sobre las plazas y que la resumo aquí. Kafka echó una instancia que decía: “luego, cuando tengo que atravesar una plaza grande, me olvido de todo. La dificultad de esta empresa me perturba y pienso insistentemente: ya que construyen plazas tan grandes por puro capricho, ¿por qué no construyen también una balaustrada de piedra que sirva de guía a través de la plaza” (Descripción de una lucha; Conversación con el suplicante). Décadas después (la Administración siempre es lenta) los oriolbohigas municipales la leyeron y decidieron mandar arquitectos que llenasen todas las plazas de balaustradas y cualquier otra cosa que se les ocurriera. Para entonces, Franz, cansado de esperar, había decidido convertirse en un cucarachón. El día en que se metarfoseó, el tiempo estaba nublado y las gotas de lluvia sentíanse repiquetear en el cinc del alféizar. Pasados unos años, el tiempo había empeorado y cuando Agustín García Calvo se puso a escribir a sus biznietos, desesperado porque las calles y las plazas estaban intransitables, nevaba.

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El jueves pasado me desperté sin mediación del despertador ni los gritos de las hijas. Me desperté de un modo natural, vaya, algo muy raro en estos tiempos. Me disponía a ir a la ducha, situada al otro extremo del pasillo, pero no podía encender la luz para no despertar a los que todavía seguían dormidos. Sabía que en el pasillo había una bici cruzada, sillas revueltas, bolsas de viaje e, incluso, unos esquís sin guardar. Pero eso no era ya problema para mí. Junto a la mesilla tenía una tabla de plástico de unos 60 x 40 centímetros que con sólo cogerla por un extremo y moverla mediante un sencillo aleteo, me transportaba por el aire sin choques ni contratiempos. Eso si, recuerdo perfectamente que en vuelo mi posición no era vertical sino tumbado boca abajo.
Luego, a la hora de salir de casa e ir al trabajo, sentí también un gran alivio. La escalera de mi casa llevaba más de una semana regada con varias meadas de perro por culpa de que la Comunidad de Propietarios había rescindido el contrato con la Agencia de Limpiezas. Pero eso tampoco era problema para mí. Salí al balcón, aleteé mi tablita y al punto estaba sobrevolando las apestosas, atestadas y peligrosas calles y plazas de las que hablé más arriba.
Soñar que uno se despierta es el sueño mas viejo del mundo, como dice Julian Barnes en la última línea de su Historia del mundo en diez capítulos y medio.

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Ni aun proclamando históricos más de trescientos días al año, los periodistas son capaces de acertar cuál es verdaderamente un día histórico. La historia se les niega por una cuestión, supongo, gremial. Como historiador que soy les diré cuál ha sido el último día histórico que en el mundo ha sido y el acontecimiento por el que lo fue:
Exactamente el día de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Los Angeles; si mis datos son ciertos, el 28 de julio de 1984. Allí, en el estadio olímpico, mientras miles y millones de aficionados se disponían a ver cómo un negro bajaba una décima de segundo el recorrido a pie de cierta distancia prefijada, o un blanco tiraba un chisme un centímetro más lejos que su antecesor, allí, allí mismo, mientras cursis coreografías anunciaban tales eventos, fue mundialmente presentado el hombre-mosquito: ataviado con una mochila voladora y sin perder la línea vertical (¡mejor que mi tabla de aleteo!), un individuo venido de no se sabe dónde sobrevoló el estadio y se fue a posar tranquilamente en el centro del mismo. El público rió y aplaudió, pero preocupados como estaban por las décimas de segundo del negro o los centímetros del blanco, pronto se olvidaron de ello.
Con la disección de coches y plazas que arriba he expuesto, el argumento es definitivo. La era del hombre-mosquito tenía que empezar alguna vez. Por ejemplo, ese día. Un día histórico, sí señor, aunque nadie se diera cuenta. Otros muchos signos habían estado anunciando la llegada del hombre-mosquito, pero no fueron convenientemente descifrados. Los libros, por ejemplo, venían cediendo continuamente terreno a los periódicos (donde saltamos de Irak al estadio Bernabeu en un abrir y cerrar de páginas); luego los periódicos se han visto desplazados por la televisión (dónde nos trasladamos del carnaval a las predicciones meteorológicas en un abrir y cerrar de ojos); finalmente la televisión ha cedido paso al zapping (que suena a zumbido...¿no?). Otro signo, la comida: antes los almuerzos eran de veintitantos platos, luego de tres a cinco, más tarde una hamburguesa con patatas fritas y ahora ya, se come ¡de picoteo!. Sobre la reducción del cerebro de los humanos hasta la equiparación con los mosquitos no voy a hablar. 1984, por otro lado, ya saben, era el año orwelliano, y algo grande tenía que pasar. Más datos: ¿que me dicen de la metamorfosis del otrora disertador Haro Tecglen convertido en escritor-mosquito?. Y así sucesivamente.
Reservar una mochila voladora es lo más sensato en estos momentos. Desde su presentación en el año 84 ha habido tiempo para reducir su peso (fijénse si no, cómo se han empequeñecido las videocámaras desde ese año hasta la fecha) e incorporarle un sistema de radar y correccción automática de trayectoria para evitar los choques en vuelo. Al fin y al cabo ¿quién ha visto chocar dos mosquitos en el aire?

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