miércoles, 17 de enero de 2007

ARQUITECTURA Y PATRIMONIO


(Publicado en la revista Calle Mayor, en 1989)

La hipótesis que trato de demostrar aquí, y sobre la que a posteriori reflexiono nuevamente, es la de que toda la problemática que envuelve al tema de la intervención en el Patrimonio Artístico o Arquitectónico radica en el hecho soterrado de una “apropiación colectiva del mismo”, y no por sus valores urbanos o culturales, como se hiciera en otros tiempos, sino en el sentido que tiene el Patrimonio a la hora de la Declaración de la Renta.

1. Es a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces o siglo de la “razón”, cuando se contempla la historia y se escribe, para, apropiándose de ella, iniciar el proceso de su liquidación o abolición. Hubo épocas, como la Antigüedad Clásica, en la que el devenir histórico no interesaba, en la que se vivía en una cierta abolición del tiempo, o como señala Finkielkraut (La derrota del pensamiento), “no se otorgaba ninguna significación válida a la sucesión de acontecimientos”. Entre la Antigüedad clásica y el Neoclasicismo la historia cobró vida propia en occidente (y como tal vida, inconsciente de sí misma) en tanto que sucesión de generaciones humanas y modos de expresión (estilos) que, entendidos de un modo biológico, nacen se desarrollan y mueren.
Desde la perspectiva neoclásica (y aquí la palabra clásico adquiere entonces un significado más profundo) se contempla cómo el devenir histórico de las generaciones y estilos se suceden unos a otros: destruyendo la vieja catedral románica se construye la gótica; a todo periodo arcaico le sigue uno de madurez y finalmente otro amanerado, y así sucesivamente. (Una advertencia antes de seguir: nótese que escribo generaciones y estilos y no culturas, civilizaciones o términos más amplios.) Las arquitecturas, como expresiones colectivas de la historia, cobran igualmente vida propia: nacen, viven y mueren. En sentido biológico, tienen sus días contados, como los propios hombres, como los animales, como los valles, como el sol...
Cuando el hombre se hace consciente de la historia, y escribe la historia, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos, para pasar a ser, bien una creación del pensamiento, o bien una colección de objetos. Como creación del pensamiento alimenta, en primera instancia, uno de los periodos más necrófilos de la arquitectura, el eclecticismo, y luego un divertido periodo revolucionario o “moderno” en el que se quiere ingenuamente hacer tabla rasa de toda la historia y empezar de nuevo. Mientras el nuevo pensamiento histórico alimenta estas opciones aún parece haber “sucesión de acontecimientos”, pero visto que con ellas no se va a ninguna parte, entrados ya en este siglo los hombres empiezan a conservar las viejas arquitecturas históricas como algo sagrado que ya no van a poder producir nunca más. Las conservan, las restauran, las rehabilitan y, últimamente, las reproducen sin pudor. Los arquitectos, cual nuevos traumatólogos, se dedican a las prótesis, para que una sociedad satisfecha e impotente de nuevas creaciones convierta las viejas arquitecturas en patrimonio contante y sonante. ¿Alguien puede llamar románica con cierta precisión a la actual iglesia de Fromista conociendo las fotografías de su estado a comienzo de siglo? ¿o barrocas a las innumerables iglesias alemanas reproducidas después de la guerra?. Son muertos a los que no se les deja morir dignamente, o aún peor, resucitados de entre los muertos.

2. La apropiación colectiva del patrimonio no ha sido cosa de un día. Después de siglo y medio de ahistoria, a la generación de nuestros padres aún no le importaba mucho si un embalse se llevaba por delante seis iglesias románicas, o una deslumbrante avenida trazada en el casco histórico de la ciudad tenía que acabar con otras tantas casas góticas o renacentistas. Sin embargo, en la actualidad, deben quedar muy pocas personas en este país (en Europa, donde siempre van más adelantados, seguro que ninguno) que no salte indignado si alguien toca una piedra de la iglesia de su pueblo. Hace menos de cincuenta años Santa María la Real de Nájera se estaba hundiendo de muerte natural sin que nadie se alarmase. Hoy, sin embargo, los najerinos están indignados porque un arquitecto “de los de ahora” les haya venido a tocar “su” Santa María con ánimo poco restaurador. No son ya algunos eruditos o algunos intelectuales los que por estudiar historia la consideran como suya; ahora es todo un pueblo el que, formado en su opinión por la voz de la historia, lo considera así.
La apropiación del patrimonio arquitectónico como bien físico y económico está íntimamente ligado a su explotación comercial, a un nuevo consumo. No hay más que ver cómo bajan del autobús con la cámara de fotografías preparada, dispuestos a devorar monumentos sin piedad, “simulando admirarlos”, -como dice Félix de Azúa (A ver si acabamos de una vez, El País 10 de Agosto de 1987). En la apropiación de las arquitecturas históricas (que pasan a llamarse “patrimonio”) y en su afán por la restauración (o en la apropiación por la restauración) late la misma incapacidad por entenderlas y, en definitiva, de amarlas: la apropiación siempre acaba con el amor, como acaba con el amor el deseo de perpetuación.
La relación entre historia, arquitectura y consumo visual de la misma nos anuncia que estamos irremediablemente perdidos: el patrimonio acaba con la arquitectura, para que las muchedumbres acaben luego con el patrimonio. ¿Qué hacer?, ¿reponer el patrimonio a mayor velocidad de lo que éste es consumido o reintentar la arquitectura?

3. Al parecer en una cultura ahistórica no es posible la arquitectura. Tan sólo cabe su simulacro. El panorama de la arquitectura de este siglo así lo atestigua: cada vez la arquitectura tiene menos que ver con la vida y mucho más con el teatro.
Buen número de encargos, casi todos los que se refieren a la intervención en el patrimonio histórico nacen en circunstancias artificiales o fortuitas: un sobrante del presupuesto, un plan nacional, el capricho de un Director General, una visita regia o una campaña electoral. Carecen por lo común de un “programa” que cumplir o de una línea de trabajo a la que responder. Son arquitecturas, las más, sin utilidad alguna o con poquísima utilidad, como el rehabilitado teatro de Haro, en el que se dará una representación cada cinco años, como el Museo de Santa María la Real, sin colección alguna que exhibir ni lugar para ello; o como tantas y tantas iglesias restauradas por los dineros públicos a las que nadie acudirá ya a rezar. Aunque ocupan un espacio y tienen una fecha, están fuera de lugar y fuera del tiempo. Son obras de autor, obras de ficción; artificios que evocan a veces razones constructivas, que simulan tener alguna utilidad, pero que sobre todo, por completar la triada vitrubiana, centran su atención en una cierta belleza. Son arquitecturas surgidas sobre el propio tablado o escenario de arquitecturas que un día fueron auténticas. Realizan una interesante labor crítica o nacen a veces con intención didáctica, pero la mezcla entre lo viejo y lo nuevo suele ser siempre insoportable.
Como en el teatro, sólo interesa su exhibición. Cuantas más representaciones mejor. Los autores envían fotos y planos al sin fin de revistas de arquitectura que hoy se publican y conceden entrevistas y pasean sus obras por cuantas “jornadas de intervención en el patrimonio” se celebran. Los organizadores les invitan en función del éxito obtenido con las fotografías de las publicaciones. El público que acude aplaude siempre, y aunque se dice que habrá debate, nunca lo hay porque la intención de tales jornadas no es que se produzca debate, sino que se represente una vez más el teatro de la nueva arquitectura (o la nueva arquitectura de teatro).
La apropiación colectiva de la arquitectura histórica como patrimonio no sólo provoca la asfixia y estancamiento de la posible arquitectura actual, sino que la desvía hacia el teatro o el espectáculo público. Cuando Viollet empezó esta historia de la intervención en el patrimonio edificado, aún había arquitectura alrededor, y la ruina en la que se intervenía podía ser interpretada como una preexistencia más. Aún se le puede comprender y hasta perdonar en su ingenuidad. Lo que es imperdonable es que aún, en nuestros días, haya quien se crea que la farsa de la arquitectura que ahora vemos sea lo que en otro tiempo fue la arquitectura.

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