miércoles, 31 de enero de 2007

DE HIDALGO A CHIVO


(Publicado en La Rioja del Lunes el 9 de marzo de 1992.)

Una descripción completa es aquella que tiene un comienzo y un final. La concreción de lo definido depende de la existencia de un remate. En la aproximación al entendimiento de la figura del arquitecto voy a pasar por alto aquí, en aras a la brevedad, todos los contenidos del entramado intermedio, pues es el hecho de vislumbrar el final de nuestra profesión lo que me anima a definirla: sólo lo que tiene un comienzo y un final, repito, es lo comprensible y lo opuesto a lo indefinido. Así que dentro del contexto general de las profesiones modernas, nuestra definición profesional la enmarco entre la figuras del hidalgo local y la del chivo expiatorio.
La idea de que su origen tiene que ver con la desaparición de la baja nobleza, la tomo directamente de la sociología. Cuando los parlamentos ilustrados decretan a comienzos del siglo XIX la abolición de hidalgos y señoríos, ese ente que ahora conocemos como “Pueblo” no está aún estructurado ni mediatizado y sigue necesitado de referencias individuales, esto es, de individuos que les den pautas de comportamiento, de intermediarios con la ciudad y lo público, o de mentes que expliquen a un nivel cotidiano el por qué de las cosas. Y las van a buscar, por tanto, no en seres que basan su dudoso prestigio en la sangre, en sus antepasados o en sus propiedades, sino en los individuos que acumulan conocimientos y se emplean en el uso de la razón. Tal es el espíritu nacido en la Ilustración.
Del señor de la baja nobleza el profesional liberal hereda el título (señor), una buena posición económica, el hecho de trabajar por honor (y de ahí que sus retribuciones, a partir de Carlos III, se denominen honorarios) y no por un sueldo (soldada), la función de practicar la virtud en público, y como decimos, la de servir de referencia (guía, consejo, modelo, responsabilidad) al pueblo llano. Como prueba de ello, basta echar una ojeada al inmenso arsenal de la novela del siglo XIX y primera mitad del XX.
Ahora bien, mientras los profesionales liberales desempeñan junto a su trabajo específico ese inesperado papel social, las máquinas, las máquinas del siglo XIX, empiezan a configurar un nuevo orden. Todavía llamamos PUEBLO y ESTADO a las dos poderosas instituciones surgidas en la primera edad de la máquina.
La rótula de la historia moderna, el punto en el que el pueblo empieza a desentenderse de ese profesional liberal (convertido en burgués) y se hace siervo y cómplice del Estado y del poder de las máquinas es, sin lugar a dudas, la Primera Guerra Mundial, o en nuestro caso, su tardía versión llamada Guerra Civil Española. A través de los lúcidos escritos de E. Jünger, y específicamente en su ensayo “El trabajador”, podemos ver cómo el lado humano del pueblo desaparece bajo la figura del soldado desconocido que se rinde ante el poder bélico de las máquinas y los inventos mortíferos, cambiando incluso su uniforme por el buzo. Pocos se dieron cuenta de ello, y mucho menos los profesionales liberales, que aún vivieron unos locos años veinte entre el bufete y el cabaret (una buena ilustración para esta situación pudiera ser el retrato del doctor Boucart pintado por Tamara de Lempicka, sarcástica mezcla de tubo de ensayo, microscopio, rostro seductor y gabardina de dandy). Entre nosotros, el arquitecto Luis Gutiérrez Soto podría ser el prototipo de profesional liberal y bon vivant de esa época. Cuando Jünger entra en Francia tras los tanques que arrasaron en cuestión de horas la “inexpugnable” línea Maginot, y ve la cara de sorpresa que ponen los franceses, comenta que sus vecinos, al parecer, no tienen ni idea de los cambios que en pocos años se han producido en la historia (Radiaciones, vol. I).
En 1926, Fritz Lang fabuló en Metrópolis, aquella extraordinaria película expresionista, el destino del profesional. Si alguien recuerda la película (y si no, ahora se pueden revisionar en las nuevas versiones coloreadas y musicadas con temas de Queen) quien paga el pato en el enfrentamiento entre los trabajadores y el poder no son ni el pueblo inculto y turbulento, ni sus cabecillas agitadores, ni el capataz intermediario de la empresa, ni mucho menos John Fredersen, el cruel empresario. El chivo expiatorio que paga con su vida el que todos vuelvan felices al trabajo o a la explotación, es el técnico, el inventor, el pobre Rotwang, al que la película le pinta con rasgos diabólicos cuando bien pudiera tener la misma cara de tonto que el Doctor Boucart mencionado.
Se ha de esperar una nueva gran guerra y un estadio más de ósmosis entre el Pueblo y el Estado, bien con la complicidad de aquél en las dictaduras o bien mediante los humillantes mecanismos electorales de la democracia de los partidos, para que tantos unos como otros empiecen a ensañarse contra los profesionales liberales, reduciéndolos a vulgares empleados. A nadie se le escapa que, en nuestro país, la llegada al poder de un partido político de origen proletario, ha sido, en este sentido, toda una ocasión histórica: la línea de los médicos ha caído de forma estrepitosa en la soldada, entre otras cosas porque, como se sabe, también la salud individual ha sido convertida en competencia estatal.
Mientras tanto, los medios de comunicación del Estado y del Pueblo (y sigo escribiendo Pueblo con mayúsculas para diferenciarlo de ese otro pueblo al que alude Agustín García Calvo en sus escritos, tras el que busca aún sentido común y presencia física), las máquinas de formación de masas, digo, fabrican con exquisita puntualidad artistas, cantantes, futbolistas, políticos y hasta intelectuales, es decir, seres de cartón piedra y productos de los propios medios, para que acaben para siempre con el papel de referencia social que los profesionales del saber práctico y del ejercicio de la razón aún pudieran tener.
Cabría esperar por tanto que un fulminante decreto aboliese para siempre la idea de que alguien pudiera ejercer un trabajo en la salud o en el bienestar, que alguien pudiera ejercer un trabajo con y por honor, sin tener que convertirse en empresario o en obrero. Pero eso, al parecer, no interesa, porque se les ha buscado a los profesionales liberales una última utilidad social: en una época de anonimato urbano y de completa irresponsabilidad personal (¿es que pueden ser el Pueblo, el Dinero o el Estado, entes impersonales por excelencia, responsables?, ¿no es la responsabilidad un asunto personal?) hay que tener siempre a mano un chivo expiatorio por si las cosas salen mal.
Sobre la diferencia entre la irresponsabilidad de un criminal y la responsabilidad de un profesional da cuenta perfectamente el tratamiento de las noticias de la prensa. Cuando la polícia detiene a un ladrón o a un asesino, los periódicos se muestran discretos dando la noticia con las iniciales del sujeto, y a nadie le extraña luego que un sociólogo del Estado o un intelectual del Pueblo salgan diciendo que el tal ladrón o criminal no lo es tanto porque hay que ver las condiciones en que ha vivido, que el responsable es la droga o la sociedad, etc., etc., y si llega el caso y la condena, hasta le hacen luego una entrevista en un programa de televisión de máxima audiencia. Ahora bien, cuando se le detiene, no, ni eso, cuando tan sólo se denuncia a un profesional liberal, su nombre y apellidos van en los titulares (para ellos ya no hay discreción alguna) y los jueces se frotan las manos: “este caso será de lo más facilito; ¡ah! y además tiene seguro...”
Las épocas de la historia se solapan y mientras el profesional liberal es ya un chivo tonto, aún quedan arquitectos que se creen su trabajo y padres ingenuos que sueñan con que su hijo logre titularse en una profesión de esas. Pero éste no es sino un caso más de la habitual coexistencia de especies: la tortuga antediluviana también convive con los modernos retrovirus.
Como novedad hay que decir que en el frente médico ya se ha empezado a practicar una nueva medicina llamada “defensiva” (para el propio médico, claro está): a fin de evitar las abundantes denuncias de los clientes, los médicos optan hoy en día por demorar más y más los diagnósticos hasta tanto no tengan docenas de análisis y radiografías del presunto enfermo, importando poco que entre el ir y venir de los análisis el paciente se les pueda morir. Los arquitectos, sin embargo, hemos optado por la burocracia: rellenando impresos que repitan las normativas por todos los rincones del proyecto o de los libros de órdenes de las obras, dejamos clara la justeza de nuestro proceder e intentamos ponernos a salvo, importándonos una higa el resultado final de la obra. Los visados, las fotocopias y los ordenadores se han convertido de este modo en nuestras herramientas favoritas de trabajo. Cuantos más controles pase un proyecto más vamos diluyendo nuestra responsabilidad.
En fin, hay quien piensa que si una gran guerra acabó con los hombres (los que quedamos somos poco más que espectros o marionetas), sólo un gran cataclismo podrá alumbrarlos de nuevo. Hay quien cree que sólo las grandes bombas, y no por supuesto la absurda sangría de los terroristas, podrán abrir huecos en esta espesa teleraña de leyes y burocracia tejida por sindicatos y gobiernos en la segunda mitad de este siglo; huecos por donde entre un poco el aire, o algo de esa libertad que hace responsables a los hombres, esto es, que los hace hombres. Esa libertad que estaba en la propia definición del profesional liberal. Esa responsabilidad que era referencia para el resto de la sociedad, y no siniestras agarraderas de la Justicia.
En mi caso, desde luego, antes que invocar a Marte, yo prefiero describir el problema. Sobre todo, por si alguien le encuentra otra solución.

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