lunes, 22 de enero de 2007

LA CALLE DUQUESA DE LA VICTORIA


(Este es un ejercicio de estilo sobre mi propia calle que apareció pésimamente publicado en la revista En Contraste nº 5 , en marzo de 1998, aunque fue escrito en 1992)

Me había propuesto describir mi calle, pero no sabía cómo hacerlo porque sólo sé describir lo que me sorprende y lo que me llama la atención, y mi calle me es tan familiar y tan próxima que ya no me sorprende ni me llama la atención. Es posible que me sorprendiera, en cambio, en los primeros años que me trasladé a ella, justo el año en que se implantó en este país el IVA (lo recuerdo así y no el año en concreto). Acudiendo al recuerdo de esa época –pensé– quizás me fuera posible describir mi calle con más exactitud que a través de cualquier visión reciente. Por entonces –lo recuerdo– contaba los portales y el número de pisos de cada portal y, calculando a cuatro habitantes por piso, obtenía la cifra de habitantes por portal, y sumándolos luego, el número de habitantes de la calle entera. De este modo tan matemático y rudimentario, comparaba la frialdad de la calle y su aspecto desértico, tanto si hubiera gente en ella como si no, con la inmensa cantidad de vidas que contenía. En ese trozo de calle tan pequeño y tan cercano a mí –pensaba entonces– se estarían produciendo, cada día, cientos y miles de historias que me estaban siendo ajenas porque no tenían proyección alguna en la calle, ya que el ruido de la calle y el espesor de las fachadas y la casi inexistencia de aceras, hacían que nada de lo que ocurriera en el interior de las casas pudiera llegar hasta la calle. Tan sólo las mesas de firmas de las funerarias daban alguna vez una noticia de esas historias, pero incluso ya por entonces, las mesas de firmas de las funerarias se empezaron a poner dentro de los portales y no en la calle para evitar que algún gamberro escribiese en ellas alguna grosería. Por esos años también, debido al auge que experimentó el terrorismo y la inseguridad ciudadana, desaparecieron los nombres de los inquilinos en los porteros automáticos, de manera que los habitantes de los pisos y de la calle se habían vuelto, para los transeuntes, más anónimos que los propios pisos de la calle. Contaba así mismo los coches aparcados que venían ocupando casi por completo la calle desde que a los del Ayuntamiento y a los vecinos de la calle, algún día les importase una higa que la calle se convirtiera en un sucio y repleto garaje. En el lado de mi casa, esto es, en el lado sur de la calle (el trozo de calle que describo va de Este a Oeste, así que las casas ocupan los lados Norte y Sur), en el lado sur de la calle, digo, que es justamente el lado no soleado de la calle, los coches aparcaban entonces en batería, y como la acera es muy estrecha y los coches que aparcan en batería avanzan siempre su parte delantera sobre la acera más allá del bordillo, los peatones siempre parecían estar amenazados por los coches y caminaban pegados a la pared de las casas. En el otro lado de la calle -el lado soleado-, los coches aparcaban en línea, pero no por ello eran menos numerosos, como a primera vista pudiera pensarse, que los del lado sur, porque el aparcamiento en línea suponía y supone siempre la posibilidad de aparcar fácilmente en doble fila, de tal forma que en el recuento a veces me salían más coches en el lado norte de la calle, o lado de aparcamiento en línea, que en el lado sur, o lado de aparcamiento en batería. Con todo, el número de coches aparcados en la calle, bien sea en batería, en línea o en doble fila, era muy inferior, según mis cálculos, al número de pisos de la calle, por lo que muchos vecinos –pensaba yo– tendrían que guardar sus coches en los garajes de la calle o de las calles adyacentes, o aún mejor en los aledaños del cercano Ayuntamiento que, obviamente, dejaba sus aceras libres una vez que los funcionarios, los concejales y sus asesores hubieran acabado allí su estancia matinal. Con los coches así dispuestos, en batería, en línea y en doble fila, cruzar la calle de una acera a otra era una tarea difícil, arriesgada y laboriosa, porque, en primer lugar, al estar los coches dispuestos en batería, el salir o el llegar a la acera sobre la que avanzaban su parte delantera, era siempre un salir o llegar en diagonal, lo que hacía del cruzar la calle, en este lado de la calle, por sí mismo, una experiencia tortuosa. Mas, con todo, lo peor estaba en el lado opuesto, porque desde el lado de los coches aparcados en línea uno podía encontrarse con los coches tan juntos unos de otros que ni siquiera una persona, no ya andando de frente sino incluso de costado, podía pasar entre ellos. Pero cuando conseguía franquear la primera línea de coches podía encontrarse entonces que los coches que estaban en doble fila estuviesen a su vez unos tan juntos de otros que le cerrasen el camino, por lo que no era extraño ver cómo muchas personas daban la vuelta sobre sus pasos una vez que habían empezado a cruzar la calle. Así que los vados de aparcamiento, o sea, las entradas a los garajes de los edificios, se convirtieron de este modo en pasos de personas que querían cruzar la calle, aunque rara vez coincidía un vado del lado de los coches aparcados en batería con un vado del lado de los coches aparcados en línea, por lo que cruzar la calzada por los vados de los garajes era siempre un cruzar la calzada con el peligro de hacerlo en diagonal, exponiéndose aún más a ser atropellado por los coches que circulaban a toda velocidad por la estrecha calzada central que dejaban los coches aparcados en batería, en línea y en doble fila. Eso sin olvidar que los vados que usaban los peatones para cruzar la calle de un lado a otro, no eran pasos de peatones sino vados de los garajes de los edificios, de modo que mientras la gente esperaba a que se despejase la calzada para poder cruzar, no era infrecuente que se viera sorprendida por un coche que bien saliera o bien quisiera entrar en el garaje cuyo vado estaba aprovechando para cruzar la calle. He de decir, sin embargo, que nunca me ocupé del número de coches que circulaban por la calle, que nunca me detuve a contar, por ejemplo, la cantidad de coches, camiones o motocicletas que pasaban por ella a cada hora, seguramente porque consideraba que se trataba de gente ajena a la calle, gente que sólo iba a estar en ella los diez o doce segundos que costaba atravesarla de uno a otro lado, desde su embocadura en el este, a su final en el oeste, y siempre en ese sentido, de este a oeste, porque para el tráfico de vehículos, la calle era de único sentido. Un tráfico de lo más ruidoso y molesto, porque en el primer tramo de su recorrido, justamente allí donde yo vivía (y aún vivo), los coches daban fuertes aceleradas en las marchas cortas por el hecho de haber franqueado el semáforo de acceso a la calle. Unos acelerones que eran más fuertes de lo normal porque la calle, de este a oeste, es decir, en el sentido en que la recorrían los coches, tenía un ligero desnivel hacia arriba, no muy acusado y casi imperceptible para el peatón, pero sí lo suficiente para que los automovilistas se sintiesen impelidos a dar más gas al acelerador cuando arrancaban y la recorrían en su primer tramo. Unos acelerones completamente inútiles y sin sentido, como la mayoría de los acelerones que dan los coches en la ciudad, porque inmediatamente los coches debían frenar de nuevo, bien ante el atasco de furgonetas que siempre existía en los aledaños de un mercado de alimentación que estaba a los dos tercios del tramo de la calle o bien en el peligroso paso de cebra que había (y hay) al final de la calle, un paso de cebra estúpido en el que los peatones se vengaban de los coches haciéndoles frenar para cruzar, mientras tanto, con cierta parsimonia por delante de ellos con un gesto ridículo de desprecio y superioridad. Un paso de cebra que se me representaba -he de decirlo-, como la muerte, en el doble sentido de que, en primer lugar, allí se ponía fin al tramo de mi calle; y en segundo lugar, porque desde allí, y sólo desde allí, justamente donde los vados para cruzar de una acera a otra son de los peatones y no de los coches, desde la altura y la estulticia contenida en ese paso de cebra, se divisaba con la mejor de las perspectivas el paisaje de sinsentido y la ausencia de vida y la presencia de muerte en la calle toda.
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He leído en la página 120 de la octava reimpresión del Fondo de Cultura Económica de El Ser y el Tiempo del filósofo Martin Heidegger, que el hombre es un ser desalejador y que con su vista y su oído trata continuamente de acercar a su ser el mundo que le rodea. Pero hay ciertas cosas, como mi calle por ejemplo, en donde esos sentidos ya no nos son útiles, pues tanto la vista como el oído se niegan a mirar y a oír su vacío y su desolación. Es entonces cuando, para describir algo, no nos queda más remedio que acudir al recuerdo.

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