lunes, 22 de enero de 2007

LA PIEL DE LA CIUDAD


(Publicado en la rev. Logroño ciudad, en febrero de 1986)

En el acto fundacional, el sumo sacerdote clava su bastón en un punto del territorio: ese será el corazón de la ciudad. Después se aleja cierta distancia y describe un círculo en torno a él: dibuja la línea de separación entre la ciudad y el entorno salvaje, la piel de la ciudad.

Fue mi hermano Alberto, un inexperto en temas urbanos (sólo los inexpertos nos pueden abrir los ojos), quien me señaló la importancia de los bordes de la ciudad. Le prometí entonces un artículo en esta revista.

Los límites de cada ciudad tienen una larga historia que es difícil generalizar e imposible simplificar. Puede decirse que, en esencia, han separado Cosmos y Caos; Civilización y Naturaleza; Ciudad y Campo; Metrópoli y Provincia; y que han gozado de mejor o peor salud. Hubo un tiempo, la era de las murallas, en que la piel fue el elemento clave de la ciudad, su más importante construcción después de la catedral.

Pues bien, para empezar diré que si no es acné juvenil, creo que la piel de Logroño padece, o ha padecido, los efectos de la viruela. Cuando me fue dado a conocer Logroño, hace tan sólo unos veinte años, tenía aún una piel joven, una piel fresca. Recuerdo haber salido a pasear fuera de la ciudad, acompañando a mis mayores, por el camino de Madre de Dios, por el camino viejo de Fuenmayor o por los puentes del Ebro. Otros recordarán los paseos a la Guillerma, al Sotogalo, el camino viejo de Alberite o el de Lardero. En el corto trayecto de un tranquilo paseo vespertino se pasaba del duro asfalto al camino carretil, de las casas de vecindad a los chopos del río, de las aceras comerciales a las verdes huertas. Era estupendo y realmente liberador. Se podía salir de la ciudad paseando y, paseando también, entrar en ella. No es lo mismo salir en coche: cuando se sale en coche al campo se lleva uno a cuestas la ciudad consigo.

El mejor síntoma para saber si los límites de una ciudad están o no degradados es ver si los vecinos de la ciudad piden “zonas verdes”. Como se sabe, dicha exigencia se produce en Logroño de unos veinte años a esta parte. La maloliente y molesta industria que estorbaba en el interior se ha sacado a las afueras de la ciudad. Rodeando a la ciudad han aparecido circunvalaciones y autopistas veloces para que los vehículos de paso no tengan que entrar en su interior. El ferrocarril corrió, tiempo atrás, igual suerte. Escombros y desperdicios de un interior cada vez más opulento se vierten en los bordes. Inmigrantes y marginados que no alcanzan a ocupar un trozo de ciudad, se instalan con sus cachibaches en la periferia. Las huertas que sueñan ser solares, dejan de cultivarse para convertirse en estercoleros. Los vecinos, entonces, temerosos de salir de la ciudad a esa periferia desolada y hostil, reclaman un trozo, falseado o no, del campo exterior. Piden “zonas verdes”.

Hace pocos años, Mario Gaviria sugería otra cosa: ¿por qué no reivindicar los viejos paseos provincianos de invierno, los paseos de los curas? (El buen salvaje).

He vivido en Barcelona y en Bilbao, ciudades que hace años arruinaron su piel, pero que tienen la suerte de ofrecer al ciudadano el consuelo de poder ver desde sus calles las montañas cercanas, el más allá, lo otro, lo que no es ciudad, el exterior. Es un consuelo muy grande; siempre que he estado en Zaragoza, sin embargo, me ha parecido una ciudad asfixiante: no hay apenas posibilidad de ver un monte, un más allá.

En Logroño esa posibilidad se está perdiendo pero aún existe. Desde la Avenida de España se puede disfrutar en las tardes limpias de las cumbres del Camero Viejo. En Capitán Gaona, a la altura del Colegio Universitario se puede admirar la silueta grandiosa del monte Codés. Pero no hace mucho que los bloques de la urbanización Carrero Blanco taparon las vistas desde Vara de Rey de las estribaciones de Peña Saida, que el Pico del Aguila o el Monte Cantabria son cada día más difíciles de encontrar entre calles, y que el entrañable León Dormido ya sólo está ligado a la perspectiva que de él se tiene en la calle Sagasta.

Por otro lado, no es lo mismo la piel que la fachada de una ciudad. La fachada de la ciudad, como en las casas, es exhibición, boato, demostración burguesa. Por ello es preocupante que el actual Ayuntamiento, cuando pretende operar en la Rúa Vieja del Casco Antiguo de Logroño, diga siempre que lo hace para recuperar la fachada Norte de la ciudad y no su piel dañada.

Entre fachada y piel, yo me quedo con la piel. Dibujar la línea que separa dos mundos, entenderla y cuidarla es hacer posible que esos dos mundos sigan diferenciados (y por tanto susceptibles de ser amados) pero en contacto. Pasear por esa línea, traspasarla a un lado y a otro es acariciar la piel de la ciudad: acariciar a la ciudad.

Muchos creerán que la salud de la ciudad está en su deslumbrante interior y a él dedicarán todos sus empeños. Yo creo, sin embargo, que la hermosura y grandeza de una ciudad está en sus bordes. Comparto así la frase de Paul Valery en la que decía que "lo más profundo es la piel."

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