martes, 9 de enero de 2007

LOS LUGARES NO TIENEN MEMORIA


(Remitido a El País en abril de 1993 y no publicado)

Ahora que escasea el trabajo productivo andan los arquitectos de este país dándose a fatigosas reflexiones sobre la fortuna o desacierto de sus colegas en aquellas intervenciones que tienen que ver con algunos lugares que la Historia ha ido balizando en los últimos dos siglos. Sea un arrinconado y arruinado teatro, sea el skyline de una ciudad barroca o el entorno de un cadavérico palacio sólo útil para funerales y agencias de turismo, los arquitectos parece que se empiezan a interesar por el lugar sólo cuando la Historia ha sancionado su interés, es decir, cuando lo ha bloqueado definitivamente anulando toda su vitalidad (amén de cuando no tienen trabajo, claro). Y se plantean si la restauración ha recuperado el edificio o ha recuperado su funcionalidad, si se han recuperado las piedras o se ha recuperado el espacio, si se ha atendido a la moda de las revistas y de las escuelas o si no, si se han cumplido leyes confusas o se ha atendido a la conciencia del arquitecto. E incluso el otro día, un arquitecto maestro de arquitectos, de discurso torpe y farragoso, mencionó en estas mismas páginas la palabra “lugar” dándole los atributos de “memoria” y “herido”, aunque bien es cierto que dichas menciones no pasaban del titular de su artículo (Antonio Fernández Alba, “La memoria del lugar, herida”, El País 18 de abril de 1993).
Habrá que estarle agradecido a la Historia si al fin despierta un cierto interés por el “lugar” en general, porque, desde luego, sobre aquellos otros lugares reales que no han entrado todavía en sus catálogos, pasarán lustros sin hacerse mención. Por ejemplo, nadie ha escrito hasta la fecha una sola palabra en el sentido de que la apertura al mar de Barcelona ha sido un claro signo de destrucción del lugar Barcelona en tanto que el mar es el no-lugar por excelencia; o que la conclusión de sus cinturones de ronda significaban el fin de ese lugar Barcelona que proyectó Cerdá y que construyó todo un siglo; o que frente a la Sevilla de las callejuelas y los patios, la Expo de la Cartuja era el mayor insulto concebible al lugar. Nadie ha dicho nada de estos singulares atentados y destrucciones de lugares, como nada se ha dicho de los estragos causados por miles y miles de obras elogiadas por la cultura arquitectónica de nuestra época porque, entre otras cosas, la cultura de la arquitectura no tiene nada que ver con la idea del lugar; es más, porque la arquitectura, como disciplina técnica es fundamentalmente racionalización del lugar, o sea, apropiación y destrucción del lugar; y como disciplina artística, por supuesto, absoluta enajenación de lo local.
Es cierto que ante la devastación de lugares desencadenada en los dos últimos siglos por el mercado y por los arquitectos, algunas voces salidas del entorno de la arquitectura se han dejado oír durante las últimas dos décadas haciendo intentos por aproximarse a la idea del lugar. Por ejemplo, algunos italianos creyeron defender el lugar, primero, desde la idea del acto fundacional, desde la idea del monumento o desde cierta sacralidad añadida al lugar; y luego, desde nociones más abstractas como la “tipología arquitectónica” o la “morfología urbana”. Desde el otro lado del atlántico, los norteamericanos respondían que el lugar, es decir, el eje del mundo de cada cual, estaba en su casa individual, de manera que había que llenarla bien de edículos o bien de muebles heredados de la abuelita. Pero a la postre, unos y otros lo que buscaban eran argumentos para dar forma a sus proyectos de arquitectura, es decir, a sus trabajos de apropiación del lugar, no sólo ya desde la perspectiva del usuario, sino incluso, con la mayor desvergüenza, desde las pretensiones del artista. Y de este modo, y tras esas hábiles reflexiones que decían respetar el lugar, lo que ocurrió es que desde entonces aquella casa se llama Venturi, y esa plaza se llama Moore, y ese Ayuntamiento se llama Moneo y ese cementerio se llama Rossi, y así sucesivamente sin que nadie se llame a escándalo.
Es preciso decir, para salir del estéril círculo del discurso arquitectónico, que tanto la destrucción física y material del lugar desencadenada a gran escala en los últimos dos siglos como la aniquilación de la idea del lugar (presente aún en el mundo anterior a la revolución industrial sólo por las limitaciones de movilidad humana), han corrido paralelas a la destrucción de cualquier forma de episteme operada por la filosofía contemporánea. Y que el completo desarraigo del hombre contemporáneo, convertido en objeto de producción y en ser (libre) que deviene, estriba en la aniquilación del soporte sobre el que ese ser humano pudiera entender su condición eterna, es decir, en la aniquilación del lugar.
Lugar es allí donde el ser “está”. Es decir, donde el ser resulta inamovible, incontrovertible, absoluto y necesario. La filosofía contemporánea pide que el ser sea o que aguardemos el aparecer del ser, sin ocuparse lo suficiente de las referencias en donde el ser sea o aparezca. Y ello porque a la filosofía contemporánea no le interesa que el ser “esté”, ya que en tal caso volveríamos a recuperar su sentido epistémico (verdadero), pues como la etimología demuestra, tanto la palabra “estar” como la palabra “episteme” están construidas sobre la misma raíz indoeuropea “stha”.
Sólo a los dioses les ha sido concedido a lo largo de la historia cierta inmovilidad: sobre la catedral románica demolida se levanta el templo gótico y sobre las ruinas del gótico el templo renancentista o barroco. Digo “cierta” inmovilidad porque en caso de construcción de un pantano ya no hay dios que se resista. Mas la calificación de inamovible para la divinidad se ha quedado corta ante la declaración de intocables que la Historia, llámese Unesco o Consejería Autonómica de Cultura, realiza cada año sobre los edificios que ella misma ha considerado como divinos, para que nuestros hijos (es el argumento que fatalmente siempre se emplea) lleguen a tener acceso a algún resto de divinidad. No hay que hacerse sin embargo ninguna ilusión de que esa actitud conservadora de edificios tenga que ver con un volver la mirada sobre el lugar que ponga coto al extremo extravío del ser. Sobre todo si esas actitudes vienen de arriba, es decir, de los arquitectos y de los poderes públicos. Alguna razón podría tener por ejemplo el pueblo de Sagunto que dice que donde tenía unas ruinas venerables para la contemplación ahora tiene un teatro romano de verdad que no sirve para nada (pues ya no hay teatro romano, ¿no?) y que encima tiene nombres propios de arquitectos. Pero quien invoque un periodo de la historia o una voluntad de dominio, quien trate de decir que los lugares tienen memoria y que pueden ser heridos, quien crea que los lugares pueden ser construidos y destruidos sucesivamente, en una palabra, quien crea que haciendo o diciendo esto o lo otro puede ser al final, él, protagonista de la Historia, esos, nunca, nunca jamás podrán tener razón, porque su construir es la misma esencia de la destrucción del lugar, y su edificación y sus discursos no son sino la esencia misma del nihilismo.

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