lunes, 22 de enero de 2007

A VUELTAS CON LAS PLAZAS DURAS


(Este artículo se publicó en el mismo medio que el anterior y curiosamente, un año antes, septiembre de 1988. El núcleo del mismo, el elogio del árbol como planta urbana por excelencia, se lo debo íntegramente al arquitecto municipal Carlos Lloret)

Han pasado ya cuatro años desde que el Ayuntamiento de Logroño se decidiera a pavimentar una serie de “espacios libres” de la ciudad, y el malestar ciudadano por la “dureza” de tales “plazas”, y la polémica entre técnicos y políticos sobre la cuestión (que no es sino continuación o reflejo del debate desarrollado en otras ciudades con similares problemas) todavía están vigentes.
La importancia que en ciertos momentos se ha venido dando al problema daba a entender algo así como que dichos espacios libres eran la “última esperanza” de hacer más humana y llevadera la vida en nuestra ciudad, y que había que dirigir hacia ellos toda la atención pública y todos los esfuerzos municipales. Una actitud así refleja cierta desesperación (desesperanza, si se prefiere) respecto a otros problemas urbanísticos de muchísima mayor relevancia como pueden ser la densidad de edificación, el grado de ocupación de las viviendas, el problema del tráfico, el diseño de las calles, la ubicación de la industria o los bordes de la ciudad. Es preciso pues, antes de abordar el tema en sí de las plazas, darle la importancia adecuada y entenderlo justamente dentro del contexto global de la actual incultura urbana.
Resulta curioso observar, por ejemplo, cómo los mismos políticos o ciudadanos que, no sólo no han protestado sino que han promovido la reducción generalizada de aceras en muchas calles de Logroño en beneficio del tráfico y almacenamiento de automóviles, salen ahora en defensa de céspedes y jardincillos. Puede parecer, a primera vista, que se trata de una contradicción, pero en el fondo creo que proceden de la misma actitud: tanto el tráfico de automóviles como los céspedes y jardincillos tienden a expulsar a los ciudadanos fuera de las calles o de las plazas. Las aceras se disminuyen hasta extremos en que ya no puede nadie pararse a charlar en ellas sin molestar o ser molestado por los peatones circulantes (¡circulen!, te dicen...¿se acuerdan?). Ciertos jardincillos ocupan tanta superficie que a su alrededor no generan espacios de estar, sino estrechas aceras de paso. Y a la inversa, se puede decir tambien que no hay lugar más inhóspito que un gran espacio simplemente enlosado u hormigonado (plaza del Ayuntamiento).
Para solucionar tales problemas de diseño urbano, no hay más remedio que acudir al invento más extraordinario que jamás se haya pensado con el fin de introducir la naturaleza en la ciudad sin echar a los ciudadanos fuera de ella, o para convertir desiertos paramales en acogedores lugares urbanos: me refiero, cómo no, al árbol, y en especial al árbol de mediano o gran desarrollo de hoja caduca. Para empezar, ocupan poco espacio, no más que una persona, lo cual es una gran virtud al precio que está el metro cuadrado en la ciudad; requieren pocos cuidados –con lo caros que se están poniendo los jornales de los jardineros; aíslan visualmente al peatón de los desproporcionados paramentos verticales de los actuales edificios de viviendas; anuncian y alegran la primavera con sus brotes, protegen a la ciudad en verano con su sombra, frescor y verdor; y por si fuera poco, sueltan su hoja en otoño, tapizando bellísimamente el suelo durante algunas semanas (los barrenderos deberían coger las vacaciones en otoño y el Ayuntamiento no apresurarse tanto en la limpieza de hojas caídas), para que, a continuación, les llegue a los paseantes el agradable sol de invierno. ¿Hay alguien que dé más por menos?.
Mientras no haya espacios libres de suficiente dimensión como para crear parques, la única reivindicación auténtica ciudadana que cabe apoyar es la de pedir mayor cantidad de espacios públicos de estar y más árboles. Lo contrario, reducir aceras, colocar jardincillos en las plazas, quitar árboles para mejorar la visibilidad desde las viviendas hacia la calle, no son sino reivindicaciones de lo individual frente a lo colectivo, de los aspectos disgregadores de automóviles y pisos frente al hecho comunitario de los espacios públicos de la ciudad.
Del debate producido en otras ciudades sobre el tema de las “plazas duras” se ha llegado a una conclusión aplicable perfectamente a lo realizado en Logroño: el error no está en el diseño, más o menos duro o acertado de los espacios considerados, sino en el proceso de construcción de los mismos, que nunca deberían haberse pavimentado hasta que los árboles no estuvieran bien desarrollados. No se debe olvidar al respecto el proceso ejemplar de la Glorieta del Doctor Zubía, una de las zonas más verdes de Logroño y sin un jardincillo en su seno: está ahora pavimentada al cien por cien, pero durante muchos años, mientras sus hermosos árboles crecían, tuvo el suelo de tierra.

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