sábado, 24 de febrero de 2007

MIRAR EN CONTRASTE






(Publicado en la revista En contraste nº 1, es un artículo íntimamente relacionado con “Las verdaderas fotos de la estación de Atocha” que viene más adelante.)


Llevo algunos años (aunque de un modo bastante intermitente e irregular) tratando de definir una mirada sobre La Rioja, y sobre cualquier lugar en general, que se oponga y contradiga la mirada “oficial”, esto es, que se aleje y aparte (que se libere) de la forma de mirar de la miradas “dirigidas” y de las miradas “interesadas”.

Si cuento el proyecto antes de hacerlo realidad es, además de por intentar acabar con mi intermitencia e irregularidad, porque esa mirada que trato de definir no quiero en ningún caso que sea una mirada personal o de “artista”, que se aísla y singulariza al margen o por encima de los demás. Por el contrario, la mirada que busco es la mirada común y sencilla, la mirada directa y verdadera de un pueblo sobre su tierra, es decir, una mirada colectiva de los riojanos sobre sus paisajes de calles, pueblos, campos y ciudades. Una mirada de ida y vuelta entre el lugar y el que mira: una mirada “reflexiva”.

En el fondo creo que es un proyecto paralelo a ese otro empeño de quien trabaja por recuperar los contenidos de las palabras ahuecadas o vaciadas una y otra vez por el discurso oficial y por el manoseo colectivo. Se trata por tanto de un proyecto poético, y no estrictamente de un proyecto político, pues en principio no quiere cambiar las cosas de sitio, sino apenas el modo de verlas. O aún menos si cabe: se trata tan sólo de ver las cosas que nos rodean y nos conforman como pueblo y territorio, de ver pan donde haya pan, y vino donde haya vino. Y que ese pan y ese vino sean lo que son y no esa otra cosa que las miradas interesadas y dirigidas quieren que sean.

Lo primero que hay que hacer para definir esa mirada es, evidentemente, perder el miedo a la fealdad. Desde la más tierna infancia se nos educa a apartar la mirada de lo feo (“eso no se mira...”), insensibilizándonos hacia sus modos de expresión, sus variantes y sobre todo, sus relaciones con la parte de nuestro ser en que anidan la desidia, la torpeza, el abandono, la crueldad, el abuso, la ignorancia o la apropiación indebida. Ahora bien, en este trabajo propongo ser convenientemente aristotélico y ver en las fealdades de los lugares que se miran justamente todas nuestras maldades; fundamentalmente, y sobre todo –propongo–, para apartarnos radicalmente de esa mirada masiva que desde hace unos años promueve el cine, la televisión y las revistas, en definitiva, todo el poder público y económico, y que consiste en contemplar la maldad o la fealdad una y otra vez desde la excitación del morbo y la calidad de las imágenes.

En la mirada que trato de definir no cabe ni la “calidad de imagen” ni la “morbosidad”, sino sólo el deseo y anhelo de verdad. Y por tanto, del título de mi proyecto inicial, que era algo así como “fea es La Rioja”, he ido pasando a títulos más irónicos como “La Rioja calidad”, y finalmente más esencialistas como “así es La Rioja”, “lugares de La Rioja” o simplemente “fotos”, porque ese es el medio que he escogido para materializar esa mirada.

La utilización de la fotografía como herramienta de expresión de esa mirada “liberada”, implica dominar un poco las veleidades del “medio”; al menos, hasta descubrir que si la foto es, por definición, una técnica fiel de captación y representación de la realidad, toda su historia es justamente la del alejamiento de su tecnicismo originario. Cada foto contenida en un libro de fotos o en un medio de comunicación posee por lo común la expresión fiel de la mirada del fotógrafo y no la expresión verdadera de la realidad por ella captada. Es preciso, por tanto, hacer fotos “como quien no quiere la cosa”, con rapidez y descuido, olvidándose de uno mismo y de la expresión de la propia mirada, educada, pretenciosa y artística. Es necesario tan sólo mirar el lugar que se tiene ante la vista y fotografiar.

Para descubrir la verdad de La Rioja como lugar hay que ponerse a la tarea de hacer muchas y variadas fotos, y analizar luego pacientemente todas ellas hasta ver en cuál hay menos expresión de la mirada personal y más verdad del lugar. Las cámaras pocket-todo automático o “para tontos” son muy útiles en este empeño. Nada de encuadres, mediciones de luces o enfoques: mirar simplemente con la mirada desnuda de quien quiere la verdad más sencilla, la que está ahí delante, y apretar el botón.

He juntado con este procedimiento unos cientos de fotos que contienen una Rioja muy distinta a la que la gente dice ver y me gustaría empezar a mostrar mi trabajo y mi método para “contrastarlo” con la realidad oficial. Nada mejor, por cierto, que traerlo aquí a este primer número de la revista EN CONTRASTE, para ver si los lectores me apoyan y se suman a mi tarea (me sacan de la irregularidad y de la intermitencia) o, por el contrario, me dicen que esto es un proyecto artístico como otro cualquiera y que estoy tan chiflado como el que más.

Como muestra un botón; y para que sea ejemplar, casi casi caricaturesco: en el pasado mes de noviembre acudí con un grupo de “expertos” a enseñar los monasterios de San Millán al comisionado de la Unesco para que informase favorablemente en el expediente sobre su declaración como “Patrimonio de la Humanidad”. Pocas veces uno encuentra una ocasión más clara en la que de lo que se trata es de “dirigir una mirada allí donde interesa”. Había que hacer que Mr. Clerk, que así se llamaba el comisionado, mirase allí donde había belleza y orden, historia o interés arqueológico.

Pues bien, nada más llegar al Monasterio y antes de sumarme al grupo, ya tomé la primera fotografía de una antena parabólica encima del tejado del convento que le daba un toque muy progresista; otra de un parking con una combinación de farolas modernas y fernandinas que mencionaba cierta confusión de criterios; otra de un fraile-anuncio con un copón de bebida en la mano que ofertaba un restaurante a base de un cartel cuya flecha era la silueta de un cohete espacial; otra de un paramal de tierra y charcos en el acceso de la puerta principal con un banco de madera tan extrañamente colocado que descubrí que estaba allí para tapar el agujero de una alcantarilla; otra de dos contenedores verdes de basura que hacían juego con dos arquillos del muro y con las dos texturas del mismo; y, en fin, otra de una puerta lateral del templo, húmeda y rota, sujetada con un tablón y dos puntales amarillos.

Empezada la visita colectiva, una y otra vez sentía la tentación de quedarme atrás para captar una estatua descabezada en una hornacina desconchada; el suelo del claustro de cemento ruleteado; las ventanas modernas pésimamente encajadas del segundo piso del mismo claustro; el rancio ambiente donde se guarda la famosa arqueta de los marfiles iluminada con unos finos halógenos que cuelgan del techo; el telón de grutescos dibujados con una extraña arquitectura que oculta los andamios bajo el coro de la iglesia; el cartel anaranjado chillón que anuncia las obras junto a la misma pared del monasterio de Suso; la arqueta expositora de los libros del guía y el póster verde en papel couché cogido con cello en la entrada del mismo cenobio; y en fin, a todo el grupo oficial dando explicaciones de las bellezas del lugar bajo la esperpéntica estructura metálica de sujección horizontal, entre los arquillos con tumbas medievales de nuestro monumento más emblemático.

Mi mirada se volvió tierna más de una vez durante el recorrido, porque imaginaba que con la llegada de la “declaración” todos esos signos tan evidentes de nuestra desidia, nuestra torpeza, ignorancia, abuso, abandono o crueldad, iban pronto a desaparecer de allí. O acaso porque contenían tanta verdad sobre nosotros y nuestra historia como los signos que le hacíamos ver afanosamente al pobre Sr. Clerk.

Pues bien, mientras declaran a San Millán Patrimonio de la Humanidad o mientras se nos hincha el pecho una y otra vez diciendo lo bonita que es La Rioja; mientras se hacen libros, vídeos y folletos con las imágenes más edulcoradas de nuestros monumentos, de nuestras calles o de nuestros paisajes; yo propongo obstinadamente, colectivamente, mirar de esa otra manera no oficial, mirar de una forma desnuda, sencilla y verdadera; mirar los objetos reflexivamente sin mirarse previamente a sí mismos; o mirar, mismamente, “en contraste”.

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