viernes, 23 de marzo de 2007

CAOS, CIUDAD Y LABERINTO


(Reseña del libro “Borges y la Arquitectura” de Critina Grau, que fue publicado en la revista Archipiélago.)

Los pensadores, o sea, los escritores, rara vez han dedicado reflexiones sostenidas al gran tema de la ciudad. En comparación con la enfermedad, por poner un ejemplo, los urbanistas disponen de muchas menos referencias externas que los médicos. A veces, una novela, ese modo indirecto de decir lo que se piensa, puede traernos el aroma de una ciudad, pero sólo eso, el aroma; o hasta puede dar con la honda descripción de un problema urbano pero, en general, poco más que a modo de paisajismo.
Así que el “espigueo” es el método habitual de trabajo de quienes se ocupan de la ciudad: una frasecita aquí, un verso por allá, una sugerencia en la página tal, una indicación en la página cual; siempre saltando de autor en autor y de libro en libro.
Puestos a buscar a un escritor algo más fecundo, la elección hecha por Cristina Grau es estupenda, aunque desde el primer momento, es decir, desde el título de su trabajo, se equivoque y confunda al lector: Borges y la Arquitectura es un planteamiento equivocado, pues mientras la ciudad para Borges es tema vasto y fecundo, la arquitectura es un asunto casi irrelevante. Todo se explica si atendemos a la condición de la autora: los arquitectos suelen confundir la arquitectura con la ciudad.
Pero desgraciadamente los desaciertos de Grau no se terminan en el título. Mientras que la estructura del libro es excelente (luego hablaré de ello), su contenido es muy malo: mezcla de tesina de literatura con ilustraciones de incipiente erudito en arquitectura, mitificación del objeto estudiado, tufo a sacristía, esteticismo maloliente, etc., etc. La ingenuidad de la autora es tal que incluso introduce en el texto una entrevista personal a Borges en la que éste la desdeña tan educadamente que la autora ni se da cuenta: “Disculpe, Cristina, por un instante la confundí con una periodista” (pág. 175). Y es que poco importa que los hombres nos desdeñen si los tomamos por dioses...; el caso es haber estado con ellos.
Como no puedo aconsejar a nadie la lectura de este libro, entre otras cosas porque leyéndolo me he aburrido bastante y como, sin embargo, tanto la elección del tema como su estructura son acertadas, la obligación de quien lo ha leído es reescribirlo, resumirlo y reelaborarlo en la medida que una reseña lo permita. Veamos.
Del capítulo primero, ese que hace referencia a Buenos Aires, o sea, a la ciudad, puede deducirse en Borges una trayectoria magnífica:
1) Proposición. Dice Borges (ah!, se me olvidaba, lo mejor del libro son las abundantes citas que proporciona): “Que lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso”. (Todos pensamos en Soria, claro), “Pero Buenos Aires (...) permanecerá desierto y sin voz mientras algún símbolo no lo pueble”.
2) Estado de la cuestión. Sigue Borges: “La ciudad está en mí como un poema/ que aún no he logrado detener en palabras”
3) A trabajar. Hay que buscar las palabras y darles sentido con una definición o con un verso:
- Pampa, Suburbio, Arrabal: “De la riqueza infatigable del mundo sólo nos pertenece el arrabal y la pampa”.
- Los almacenes Esquineros: “A mi ciudá de esquinas aureoladas de ocaso”
- Los Patios: “El patio es la ventana/ por donde Dios mira a las almas”; “El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa.
- Los Nombres Propios de las Calles, Distritos y Lugares: “la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalijadas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de puente Alsina”.
- El Zaguán y el Aljibe: “lindo es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán, de un alero y de un aljibe”.
- Etc.
4) Una valoración a medio camino. “Son más hermosas esas involuntarias bellezas de Buenos Aires que aquellas hechas «con deliberación de belleza»”.
5) Sensación de éxito (falsa, naturalmente). “Mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”. Como advertía al principio de esta reseña, sólo sabor, aroma, perfume,..., poca cosa.
6) Con el éxito cesa la búsqueda y llega la interiorización de la ciudad: “Antes yo te buscaba en tus confines (...)/ Ahora estás en mí. Eres mi vaga /suerte (...)”
7) Y conclusión: la única ciudad es la de la niñez: “He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires”; “Que no daría yo por la memoria/ De una calle de tierra con tapias bajas”.
Visto lo cual incorporamos a Borges en el carro de Leonardo Benévolo que avisó, con anterioridad, de que la ciudad huye constantemente de nosotros. Aviso que, como ha quedado suficientemente demostrado, aboca a una actitud proustiana: vuelta atrás, moviola a cámara lenta y búsqueda del tiempo y de los espacios perdidos. Nostalgia, vaya. Derrota.
Bueno, y si no hay ciudad ¿qué tenemos? ¿dónde nos encontramos?. Ahí viene la segunda parte del libro (ya les he dicho que estaba estupendamente estructurado): en el laberinto. Atrapados, desorientados y en perpetuo movimiento sin sentido.
Grau se empeña en buscar referencias, clasificar e incluso ilustrar los laberintos borgianos, pero es una tarea absurda porque toda definición de un laberinto es su negación. Así que lo peor del trabajo de la profesora valenciana es que en su desconcierto llegue a confundir el caos con el laberinto (pág. 62 o pág. 128) o que busque el laberinto allí donde aún había ciudad (pág. 125). Frente al caos, el cosmos (utilizo cosmos por oposición a caos y lo asimilo directamente a ciudad por no usar la palabra intermedia “mundo” que daría lugar a más equívocos; vease al respecto De Physis a Polis de A. Escohotado pag. 18), o sea, la ciudad, es lo inteligible. Pero el caos no es el laberinto. El laberinto es construcción surgida en el cosmos para hacer de éste un caos con apariencia de cosmos: una manera de desorientar a los hombres en la totalidad gracias al uso de fragmentos conocidos. Y no sólo destrucción: puesto que la propia trayectoria biográfica de Borges, expuesta en el capítulo primero, muestra una vez más la negación de la ciudad; a posteriori, tras la huida o la ininteligibilidad de ésta no puede quedar el caos (hay que ser muy bruto para no advertir la diferencia), sino el laberinto.
Una última observación sobre el libro: en la página 133 Grau pretende que puesto que los libros se perciben de una manera fragmentaria y sucesiva también son laberintos. Lectores del manuscrito, tan ilustres como Tomás Llorens, Josep Muntañola o Eugenio Trías (a los otros dos que cita en los Agradecimientos no les conozco), tendrían que haberle advertido que semejante disparate no se puede poner por escrito, –ni tan siquiera para tratar de desorientar al reseñista.

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